Por: Jorge Cuba-Luque
—Pepe Velarde, amante fiel de la palabra y del trago inspirador —me extendió la
mano; era un fortachón de larga y recia melena cenicienta, por su físico uno podría
pensar que venía de lo más profundo de los Andes peruanos, pero podía venir de
cualquier parte—. Mucho gusto, Magoo.
—Alejandro Calderón, poeta de verdad, hermano de los cóndores, para servirte,
Magoo —dijo el otro, con grandilocuencia provinciana—. ¿Magoo…como el de la
televisión?
—Es el apellido de mi padre adoptivo, un gringo, familia del viejito de la televisión,
Mister Magoo —respondí pensando que iba a reírse—. Pero por mis venas corre
sangre cien por ciento peruana.
—Qué país tan lindo es el Perú, carajo —comentó patrioticamente Alejandro
Calderón.
—Ah, ¿saben a qué hora llega Juio Heredia? —les pregunté.
Pepe Velarde me miró intrigado.
—Por si acaso…ya no hay sitio en el depa.
Yo también lo miré intrigado pues no sabía qué quería decir.
—Teníamos cita con Julio Heredia a las dos de la tarde, debe estar por llegar —terció
Alejandro Calderón, mirando su reloj.
Eran las cinco.
—A decir verdad, no conozco a Julio Heredia, y no busco depa.
—Si no conoces a Julio Heredia ni buscas depa, ¿para qué lo esperas?
—Pues, no lo sé…yo tuve una cita con Tolentino a mediodía, en Mabillon —me sentí
obligado a dar explicaciones—. Quería presentarme a Julio Heredia.
Alejandro y Pepe Velarde se miraron sonriendo, y me miraron a mí.
—¡Salud, poeta! —dijeron a coro.
Pensé que no era el momento para decirles que no era poeta pues de pronto se les
vio muy contentos. Por suerte, a los pocos minutos se marcharon quién sabe adónde.
Nos despedimos abrazándonos y prometiéndonos volver a vernos pronto.
Al quedarme solo sentí nuevamente hambre y sed, así que pedí otra cerveza junto a
otra porción de papas fritas con salchicha; mientra comía y bebía me pregunté qué
hacía yo ahí, esperando a Julio Heredia. Saqué del bolsillo el librito de François Villon,
le di una ojeada, sus páginas estaban adornadas con imágenes que reproducían el
París de la Edad Media; uno de los dibujos representaba la Fuente de los Inocentes: terminé que François Villon estuvo por aquí, tal vez en este mismo bar, rodeado de
gente bulliciosa.
Luego, como hacen los que van a ser fusilados al amanecer siguiente, pensé en
algunas cosas de mi vida, en realidad, solo en dos: en la última visita de Victoria, y en
el exámen que tenía que rendir en la universidad dos días más tarde. Victoria y yo
habíamos sido enamorados tiempo atrás, hasta que me vine a estudiar a Francia y la
relación murió, pero, gracias a su trabajo como azafata de Aeroperú, la revivimos
pues cada vez que hacía escala en París, nos encerrábamos en mi buhardilla dos días
con sus respectivas noches. Sobre el examen en la universidad, había olvidado el
tema motivo de la evaluación, así que tenía que darme una vuelta por Panthéon-
Sorbonne, a ver si encontraba a alguno de mis compañeros de estudios pues había
perdido mi agenda.
Me acerqué a la barra, pagué (lo mío y lo consumido por los poetas) cuando Charles,
que hablaba con un cliente que acababa de llegar, me señaló.
—Ah, Julio, este señor ha estado esperándote toda la tarde.
El tal Julio me miró como se mira a un perfecto desconocido. «Julio Heredia», pensé,
así que sonreí queriendo parecer simpático.
—¿Has estado esperándome toda la tarde? —me miró con curiosidad, hablando con
una voz de tono grave pero que parecía ser amable aunque también desconfiada—.
¿Cómo te llamas?
—Me dicen Magoo.
Julio Heredia me clavó una mirada rara.
—¿Y para que me esperabas, Magoo?
Le conté lo de mi búsqueda del abrelatas, la llamada de Tolentino, la llegada a
Mabillon de Homero, el encuentro con Pepe Velarde y Alejandro Calderón, las
cervezas, las papas fritas con salchicha, las escalas en París de Victoria, mi exámenes
de no sé qué en la universidad.
—Pues, entonces, mucho gusto —rió Julio Heredia dándome la mano.
—Estas son de la casa —dijo Charles, sirviéndonos dos cervezas.
No recuerdo cómo así hablamos de asuntos personales, él me confesó que estaba
viviendo una especie de prisión sentimental de la que intelectualmente podía
escapar, pero, emocionalmente, no; sin embargo, esto lo estimulaba a avanzar el
poemario que en ese momento escribía, sobre unos muchachos chinos.
—¿Chinos de China? —pregunté.
—Sí, trabajé un par de años en Pekín, para la agencia de noticias Xinhua. Soy
periodista.
—Ah, qué interesante —dije sorprendido—. ¿Y por qué te fuiste de China?
—No me fui, me echaron. Debido a la intolerancia comunista cortaron mi contrato
abruptamente —me miró como si le hablara a un ignorante simpático—. Como sabes,
en China hay un solo partido político, el Partido Comunista Chino.
—Comprendo: tú no eres comunista…
—No soy comunista pero no me echaron por no ser comunista ….
—Entonces, te echaron por…
—Magoo, a los regímenes totalitarios los llaman «totalitarios» porque sus
gobernantes quieren controlar no solo la totalidad de la gestión del Estado, sino
también el comportamiento social: el trabajo, la familia, el deporte, el arte, todo, lo
que se dice todo —respiró hondo.
—Cierto —comenté, sin saber del todo por qué lo echaron de China—. De ahí viene,
el nombre: «totalitario”, lo total.
—Ya te daré detalles.
Yo le conté vagamente algo sobre Victoria, hasta que nos dimos cuenta de que ya
eran más de las once, y salimos en pos del metro. El más cercano era el de Chatelet,
la línea 4, y bajamos a esa estación. Le dije que me quedaba en Marcadet-
Poissonniers pues vivía al lado, y que allí él podía tomar la conexión con la línea 12,
hasta Aubervilliers.
—Conozco bien esa conexión, Magoo —sonrió—. Cuando vengo de Aubervilliers a
París, suelo cambiar de línea en Marcadet-Poissonniers.
Al despedirnos, me invitó a visitarlo el sábado al depa en el que vivía con Homero,
Pepe Velarde y Alejadro Calderón, en Aubervilliers.
—Los sábados tenemos nuestras veladas poéticas, trae algún texto tuyo —me dijo
cuando nos despedimos.
Esa noche dormí preocupado, pero al día siguiente me levanté temprano y fui a la
universidad; ya en el anfiteatro, me senté junto a la pelirroja Amélie, que me miró
como a un payaso de circo barato que quiere parecer un tipo serio. Iba a preguntarle
cuándo y sobre qué era el examen. Justo entonces ingresó monsieur Corbières,
sonrió a modo de saludo, hizo distribuir las hojas de exámenes, y empezó la
evaluación. Había impresa una sola pregunta: «América latina y las instituciones
políticas: cite el caso de un país de la región». Fue mi día de suerte, llené unas cinco
9respetables páginas de chamullo académico sobre el Perú. Salí del aula con la
conciencia tranquila, y, un minuto después, lo hizo Amélie; nos compramos en la
cafetería algo qué comer y fuimos al Jardin de Luxembourg; era un día bonito, la
gente alrededor pasea despreocupada.
—El tema del examen habrá sido fácil para ti, seguro sacarás una buena nota.
—Tú también, no te hagas la modesta —contesté, observando su linda sonrisa de
chiquilla.
—Ayer te esperé para estudiar juntos, ya te he dicho que me gusta conversar contigo
—dijo ella, modosa—. La gente de países raros como el Perú siempre es
interesante…los franceses somos aburridos.
Amélie era la única compañera de la facultad con la que solía hablar de temas
distintos a los de nuestros estudios, por ejemplo, de cine, y hasta de fútbol. También
le gustaba hablar de literatura, pero ese era para mí un punto flaco. Se me ocurrió
contarle lo de mi encuentro con los poetas de Aubervilliers.
—No te lo he dicho, pero me encanta la poesía —pareció pronunciar la palabra
«poesía» como algo sublime—. Cada vez que voy a mi pueblo, leo poesía en occitano,
vengo de una familia de trovadores.
—Entonces ven conmigo el sábado a Aubervilliers, me han invitado a una velada
poética.
—¡Ah, super!
Nos encontramos a eso de las siete, en el andén de la línea 12, dirección Aubervilliers,
en la estación Marcadet-Poissonniers. Ella llevaba una bolsa con chizitos y embutidos,
yo unas botellas de vino.
Ya en Aubervilliers buscamos la dirección por aquí y por allá, sin encontrarla. Una
viejecita de blancos cabellos, a la que pedimos ayuda, nos indicó cómo llegar.
—Ah, busca a esos muchachos. Viven en un edificio blanco, en una de esos módulos
de viviendas subvencionadas, pregunten por ahí, al otro lado de la rotonda, la gente
los conoce porque todo el tiempo hacen fiestas —dijo la viejecita de blancos cabellos,
riendo—. Deben ser italianos o brasileños o mexicanos porque hablan el francés
como vacas españolas.
—Muchas gracias, madame —respondimos.
—¿Ustedes también van a vivir ahí? —nos miró como interrogándonos.
—No, estamos de visita.
10—Menos mal…yo no tengo nada contra los extranjeros —observó a Amélie—. Pero
creo que en Aubervilliers ya hay demasiados.
—Yo soy francesa, madame.
—¿Francesa?, por su cabello rojo creí que era irlandesa —me miró a mí—. ¿Y usted,
también es irlandés?
—No, soy del Perú.
—Oh, joven, debe hacer mucho calor en su país —comentó y se alejó.
Llegamos a la calle, al número y piso indicados, tocamos a la puerta. Alguien abrió.
—¡Magoo, te estábamos esperando, ya íbamos a salir a buscarte! —exclamó
dicharachero un desconocido con acento colombiano, sacándose un cigarrillo de los
labios—. Pasa, pasa, hombre, tú y tu amiga.
Ingresamos. Era una amplia sala-comedor-cocina; en el centro una mesa sobre la que
estaban puestas botellas y bocaditos, ahí colocamos lo que trajimos. Había varias
muchachas. Homero preparaba unos piqueos en la cocina con una de las chicas, a su
lado estaba Alejandro Calderón, mirándolo, o mirando a la chica; Pepe Velarde bebía
una copa de vino junto a una rubia. Empezaron los saludos de reencuentro y las
presentaciones. Julio Heredia salió de una habitación, parecía de buen humor, todos
parecían de buen humor.
Jorge Torres, el que nos abrió la puerta y hablaba como colombiano porque era
colombiano, tomó del brazo a Amélie y empezaron a bailar un bolero. Una flaca alta,
la más alta de todos los presentes, se me acercó y me preguntó en inglés si yo era el
Magoo que habían estado esperando, le respondí afirmativamente y empezó a reír, la
llevé al centro de la sala y nos pusimos a bailar. Luego de un rato Julio Heredia y
Homero, que había puesto una fuente de piqueos en la mesa, se pararon delante
adoptando un aire solemne; se impuso un silencio expectante.
—Amigas, amigos, como cada sábado, vamos a dar inicio a nuestras veladas poéticas
—dijo Julio Heredia abarcándonos con la mirada.
—Esta noche dos nuevos espírititus poéticos se suman a nuestra cofradía de la
palabra: Amélie y Magoo —añadió Homero, e invitó a los presentes a sentarse ya en
los sofás, ya en los cojines dispuestos en el suelo.
El colombiano y una de las muchachas distribuyeron copas de vino, como un ritual
que todos conocían. Comprendí de inmediato que cada uno debía leer o decir un
poema, propio o ajeno. La flaca alta, que se me había prendido del cuello, fue quien
empezó; con los ojos cerrados, apretándome la mano, declamó unos cortos versos en
inglés, luego dijo que ella había nacido en un pueblo llamado West Hills, donde también nació el autor del poema recitado, Walt Whitman.(continua…)
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