Las otras muchachas leyeron poemas de autores franceses; Alejadro Calderón, ahora sin ninguna
grandilocuencia, recitó algo sobre la expansión diáfana de la penumbra, seguido por
Pepe Velarde, que leyó un poema suyo, sobre palabras anudadas dentro de otros
sonidos.
Cuando fue mi turno, saqué el libro de François Villon y leí uno de los poemas,
haciendo luego el gesto de devolvérselo a Homero, que me dijo que el libro era ahora
mío pues amaba a Villon. La sorpresa de la noche la dio Amélie que recitó, de
memoria, poemas en occitano, «la lengua más poética de Europa occidental», dijo.
Jorge Torres, que felicitó a Amélie con efusividad, habló de unos versos líquidos
extraños y cautivantes y, con igual efusión, fue saludado a su vez por Amélie. El
recital fue concluido sucesivamente por Homero, que anunció la inminente
publicación de su poemario Memoria de espejos, una reflexión, dijo, personal y al
mismo tiempo impersonal sobre la humanidad; Julio Heredia, un extracto de su libro
en construcción, aquel sobre los muchachos chinos (de China) del que me había había
hablado.
Me despertó la luz solar que entraba por una de las ventanas. Miré a mi alrededor y
me sentí en medio de los restos de una batalla, de una batalla de amor y de alegría.
Solos o emparejados, los poetas parecían dormir el sueño de los justos; me libré de
los brazos de Emily, la coterránea de Walt Whitman, y busqué a Amélie: no estaba, ni
tampoco Jorge Torres, por lo que saqué mis conclusiones. Caminando en puntillas,
me fui del depa, llegué al metro, tomé la línea 12 y salí en la estación Marcadet-
Poissonniers; dormí la mona hasta bien entrada la tarde. Al despertar, me animé a
darme una vuelta por el Centro Pompidou; su rica biblioteca es ideal para las resacas,
debido acaso a su estructura vanguardista que hace pensar en una fábrica antes que
en un centro cultural.
El lunes por la mañana, cuando estaba por salir para hacer algunas compras de
alimentos, sonó el teléfono. Era Amélie, me dijo que con Jorge Torres habían decidido
ir a pasar el día en EuroDisney y me pedía que le tomara notas del curso de Historia
de las instituciones políticas europeas y que estudiaríamos juntos; «Mil gracias,
Magoo»…mi bautizo se había oficializado. Así pues, fui a Panthéon-Sorbonne, asistí a
clases, tomé notas, conversé con algunos condiscípulos, todo como un estudiante
normal pero, no lo era, tan rápido como pude fui al «Canard rouge». Me acerqué a la
barra, le pedí a Charles, como la vez anterior, una cerveza y papas fritas con
salchicha; me reconoció y me señaló la mesa a la que me llevaría el pedido.
—Magoo, esa es la mesa de los poetas de Aubervilliers.
Esas palabras de Pierre me hicieron sentirme parte de algo, de un grupo de poetas,
nada menos, «Qué pensaría de esto Victoria», cayendo de pronto en cuenta de que
12hacía tres meses que ni llamaba ni escribía. Una voz gangosa me sacó de mis
pensamientos; vi frente a mí un asiático, de mi edad, más o menos, elegantemente
vestido.
«Uno de los muchachos chinos de China», me dije.
—Tú eres Magoo, ¿no? —dijo con un vaso de vino en la mano.
—El mismo que viste y calza —me hice el gracioso—. ¿Eres chino?
—Mi nombre es Wong, Mario Wong —se presentó cual Bond, James Bond—. Soy
peruano, Magoo, nací en Piura, en el barrio de la Mangachería, para ser exacto.
—Ja, creí que eras uno de «los muchachos chinos» —traté de ser simpático.
—Conozco bien a Julio Heredia, y he leído el manuscrito de su poemario sobre los
muchachos chinos —dijo Mario Wong como hablando solo, vaciando su vaso.
—Parece que es autobiográfico —comenté vaciando también mi vaso—. Él ha vivido
en China, y debe haber conocido muchos muchachos chinos.
—Normal, yo vivo en Francia y conozco muchos muchachos franceses —comentó con
una frase que podría haberla dicho Confucio.
Sin que lo hubiéramos pedido, Charles nos sirvió a Mario Wong una copa de vino y a
mí un vaso de cerveza.
—Je je je —di una sonrisita idiota—. ¿Se conocieron aquí en París?
—No, Magoo, en Lima, en el Wony —miró algo que yo no veía.
—Ah, en el Wony —repetí tratando de adivinar si era un cine, una sala de pinball, o
un templo budista.
—Era el bar de los poetas jóvenes de Lima, en la calle Belén, a dos pasos de la plaza
San Martín —dio un sorbo a su vino—. El hogar de la vanguardia absoluta.
—Ahí se hicieron amigos —quise ser empático.
—No era amistad, era otra cosa…era fusión, fusión de sensibilidades. Nos
encontrábamos en el Wony todos los viernes por la noche, pero también cualquier
otro día.
—Ajá.
Mario Wong empezó entonces una especie de relato evocativo en torno al Wony y
los poetas que allí se reunían.
—Fue así como nació Kloaka.
—¿Cloaca?
13—Kloaka, con dos «K»…
—Ah.
—El grupo poético Kloaka, fundado por el gordito Roger Santivanez, aunque entonces
no era gordito, y la guapa Mariela Dreyfus.
«Aunque entonces no era guapa», me dije. De pronto se me quedó mirando y me
preguntó la hora, sin molestarse en mirar su reloj.
—Tres y cinco —dije, cauteloso.
—Tengo una cita, Magoo. Ya nos vemos —se despidió de pronto dándome la mano.
No tardé en irme yo también del «Canard rouge», cansado no sé de qué, regresé a mi
buhardilla y eché una siesta. Al despertar, se me ocurrió poner orden a los papeles
esparcidos por el suelo; uno de ellos era una carta que, sin fijarme en el expeditor,
deslicé entre las páginas de Le testament. Ya tarde, le pegué una llamada a Amélie,
pero quien me respondió fue el colombiano Jorge Torres.
—Magoo, Amélie ya está en la cama, acabamos de regresar de EuroDisney; nos
vemos el sábado en Aubervilliers —parecía feliz—. Ah, me dice que la semana
próxima tendrán que estudiar a fondo, se vienen los exámenes de fin de año.
—¿Y qué tal EuroDisney?
—Lindo, Magoo, nos hicimos fotos con el Pato Donald y Tribilín.
Hice una llamada más, al charapa Tolentino, para almorzar al día siguiente en
Mabillon, y luego fui yo quien recibió una llamada: era Homero, que me proponía
vernos por la tarde en el «Canard rouge», tomarnos unas chelitas e ir luego a recorrer
librerías. Me fui a la cama y desperté luego de ocho horas de un sueño reparador.
Cuando llegué a Mabillón Tolentino estaba ya esperándome. Había un portero, pero
nunca pedía el carné de estudiante si uno aparentaba tener entre quince y noventa
años de edad; el charapa era un trabajador inmigrante y no un estudiante, lo que
carecía de importancia porque en Mabillon había comida para todos, aunque los que
no contaban con una matrícula universitaria pagaban una tarifa ligeramente más alta.
Tolentino conocía a los poetas de Aubervilliers desde hacía varios años, cuando Julio
Heredia alquiló el depa.
—Conocí a Julio Heredia en el metro, en los pasillos de la conexión de la línea 4 con la
12, yo me venía a Mabillon —recordó sonriendo—. LLevaba dos enorme maletas, y
una mochila; al verlo con tanto bulto, le propuse ayudarlo.
—Vaya, vaya.
14—Hablamos y nos miramos, al toque nos reconocimos como peruanos.
—Qué graciosa forma de conocerse.
Así pues, el charapa ayudó a Julio Heredia no solo con sus maletas, sino que días
después también a acondicionar en el depa. Si bien Tolentino no era lo que suele
llamarse un intelectual, le gustaba andar estudiantes, escritores, con gente culta pues
hay muchas formas de aprender. Fue testigo de cómo llegaron al depa Pepe Velarde,
Alejandro Calderón y Homero, para alojarse unos días, días que se convirtieron en
años.
Era media tarde cuando llegué al «Canard rouge», tras el almuerzo y un cafecito con
Tolentino en Mabillon. Me instalé en la mesa de los poetas de Aubervilliers y le hice
una seña a Charles, quien no tardó en traerme una cerveza. Tampoco Homero tardó
en llegar, empezó entonces un desfile de chelas que nos hizo olvidar que habíamos
planeado ir a recorrer librerías. Nos pusimos a hablar del depa, de los años cuando
los muchachos se conocieron en el Wony, a comienzos de los 80, al mismo tiempo
que Sendero Luminoso se ponía bravo y el país se hundía.
—El Wony era para nosotros un remanso de paz en medio de esa violencia política de
Sendero y la «repre».
—Me imagino…
—Tienes bastante imaginación, Magoo —dio un sorbito a su cerveza—. Entonces nos
picó el zancudo de irnos del Perú.
—¿Irse adónde?
—Lo más lejos posible, como Alicia, que se fue al país de las maravillas.
Lo más lejos posible era China, y hasta allá se fue Julio Heredia, que, como me había
contado, consiguió trabajo en la agencia Xinhua. Los otros se quedaron tirando
cintura, mendigando una visa para poder emigrar a otras latitudes. De cuando en
cuando llegaba carta de Julio Heredia desde Pekín, lo que los hacía soñar con el
Celeste Imperio e incitaba a leer poemas de Du Fu y Li Bai, Alejandro Calderón devoró
incluso El arte de la guerra, del maestro Sun Tzu; solía enviarles tarjetas postales y
fotos en las que aparecía en la plaza Tiananmen, o recorriendo la Gran Muralla o
delante de la famosa puerta de la Ciudad Prohibida, aquella con el retrato de Mao
Tse-Tung…parecía feliz, pero de pronto les llegó otra postal, esta vez de París, con
una corta frase: «Muchachos, me mudé a Francia».
—Increíble —murmuré.
—Y empezamos a venirnos, Magoo —suspiró nostálgico Homero—. Se corrió la
noticia de que Mitterrand le tenía camote a América Latina así que las visas se
15volvieron accesibles, y ni cortos ni perezosos, fuimos a la embajada franchute y nos
dieron el visado. Al final fueron no sé cuántas chelas, pero ni las contamos ni las
sentimos por la conversación sobre cómo llegaron a Francia, como llegaron al depa
de Aubervilliers.
Los sábados poéticos en el depa se sucedieron religiosamente, las parejas se juraban
con alegría amor eterno, tal como hicimos Emily y yo; se creaba y leía poesía. Aunque
no pude escribir un solo verso, me volví un fino connaisseur de la poesía francesa
medieval por lo que en aquellas noches leí no pocos versos de d’amour courtois,
además, por supuesto, de mi admiradísimo François Villon. Las veladas solían tener
siempre una sorpresa, por lo general, un invitado que luego formaba parte regular de
los contertulios. O una llegada inopinada, alguien a quien nadie conocía, sediento de
poesía, como ocurrió aquella noche de septiembre cuando, a punto de empezar
nuestras lecturas y declamaciones, tras unos fuertes e insistentes toques a la puerta
esta se abrió y, como una trompa, irrumpió una figura nerviosa, ansiosa, alegre. Era
Miguelito Rodríguez Liñán.
—Con la poesía, todo, sin la poesía, nada —exclamó delante de nosotros, leyendo
enseguida unos versos sobre unos pescadores; luego se presentó y enfatizó que venía
de Chimbote, su tierra natal.
Julio Heredia le dio la bienvenida de manera cautelosa, Homero lo abrazó: Miguelito
Rodríguez Liñán fue admitido como uno de los poetas de Aubervilliers y pronto fue el
vate más exultante de las veladas en el depa; además era el que más sabía de vinos,
por lo que afirmaba, pregonando con el ejemplo, que beber el fruto de la vid era un
acto poético.
Fue gracias a Amélie que pude rendir satisfactoriamente mis exámenes universitarios
pues, a pesar de que ella, como yo, era una asidua activista de las veladas de
Auberviliers, se daba también tiempo para estar al día con los cursos. Estudiábamos
nuestras lecciones en el Jardin de Luxemburgo, adonde íbamos caminando desde
Panthéon-Sorbonne, deteniéndonos por momentos a contemplar los afiches ya
amarillentos del Mundial, en los que se veía a Zidane y al resto de los Bleus
levantando felices la copa de la FIFA. Aprobé pues todos mis cursos con muy buenas
notas y, tras las vacaciones, recibí mi diploma y la última remesa de mi beca, con lo
que dejé formalmente de ser un estudiante.
Aquel verano nos llegaron a Aubervilliers algunas cartas de Lima, dando cuenta de
que habían cerrado el Wony y de que varios de los poetas que se quedaron se habían
ido, en realidad, escapado, del país, muchos de ellos, los más tenaces izquierdistas, a
los Estados Unidos, la Meca del capitalismo, lo que no debe ser motivo de ironías
pues, bien se sabe, todo humano es un cúmulo de contradicciones. Esos tres meses
de estío fueron de antología, de antología poética, se entiende. Amélie popularizó
16entre nosotros la poesía occitana, que el colombiano Jorge Torres magnificaba con
elogios caribeños. La connotada revista Poésie1, incluyó sendos poemas traducidos al
francés de Pepe Velarde y Alejandro Calderón con lo que se volvieron un dechado de
deliciosa pedantería pues consideraban que habían subido sus bonos. Homero
anunció una vez más la inminente publicación de Memoria de espejos, Miguelito
Rodríguez Liñán, que también terminó instalado en el depa, publicó una novela que
calificó de poética, lo mismo que Mario Wong, que acabó otra, que él mismo tildó de
«apocalíptica». Julio Heredia nos dio a todos la sorpresa un sábado, al distribuir entre
nosotros ejemplares de Libro de los muchachos chinos. Y yo debuté como poeta, con
un poema titulado «Historia secreta de la humanidad» en el que los versos libres
jugaban con la paradoja de un puñado de acontecimientos históricos por demás
conocidos cuyo «secreto» era el constante ir y venir del bien y el mal. A todos les
encantó.
Homero y Julio Heredia anunciaron que habían decidido proponernos organizar la
fiesta de fin de año en el depa pues el 31 de diciembre caía viernes y, al amanecer,
sábado, recibiríamos el 2000 con poesía y luego nos amaneceríamos fiestiando hasta
que no pudiéramos más. La propuesta fue aceptada por unanimidad; se distribuyeron
algunas tareas sin que nadie chistara.
Hace bastantes almanaques que dejé París y me instalé con Emily en el Chorrillos que
me vio nacer, en una casona republicana frente al malecón, que un pariente lejano
me vendió a un precio accesible. De cuando en cuando recuerdo aquella fiesta de fin
año, en la que pasamos del siglo XX al XXI que nosotros y la humanidad entera
empezaba un milenio pensando que sería un largo periodo de paz. Pero en aquella
fiesta, que celebramos felices, sabíamos tambien, en nuestro fuero interno, que era
ya tiempo de dejar Aubervilliers pues la poesía, la amistad, el vino y las chelas, ya nos
había dado todo, y ese todo nos acompañaría por el resto de nuestras vidas. Una
prueba de ello es que a veces sueño que estoy en un mesón del «Canard rouge» con
François Villon, rodeado de mujeres alegres y ruidosos comerciantes occitanos, y sé
por fin où sont les neiges d’antan.
Fin.