Los poetas de Aubervilliers. (Primera parte)


Por: Jorge Cuba-Luque


Maese Aubert era un hombre honesto y agradecido que, desde su llegada al reino de

Francia, supo que Nuestro Señor lo había guiado hasta esas tierras, Viliars o tal vez

Villares o acaso Villierse, a menos de una legua de la gran ciudad de París. Venía de

Aachen, como llamaba a su ciudad natal: se trataba pues de un germano, por lo

que su forma de hablar era motivo de burlas amistosas de los vecinos del villorrio,

quienes trocaron su nombre de «Aubert» por el de “Obert” pues así les parecía que

lo pronunciaba. Cada fin de semana iba a París, a llevarle vituallas al prior de la abadía

de Saint-Martin des Champs, que, por gracia del buen rey Henri, era la propietaria de

aquellas tierras y se las había encomendado para laborarlas. Con Théobald, el rengo

mozo que lo acompañaba y ayudaba, caminaban luego hacia la Île de la Cité, y, tras

cruzar el Sena por el ancho y viejo puente de piedra, flanqueado de bulliciosos

tenderetes de madera, llegaban al imponente portal de la catedral de Notre Dame,

ingresaban y se entregaban a la oración en la penumbra, amparados por la luz solar

que el hermosísimo rosetón convertía en tenues rayos de colores de belleza sin par.

Al salir, avanzaban hasta el hospital de menesterosos, el Hôtel-Dieu, y distribuían algo

de panllevar. Después, se dirigían hasta el mercado alrededor de la Fuente de los

Inocentes, para darse un baño de ruido, desorden y malos olores, tan raros en Viliars

o tal vez Villares o acaso Villierse. Luego, maese Obert y su acompañante iban de

taberna en taberna, buscando a François. En una de ellas, «Le canard rouge», repleta

de mujeres alegres, borrachines y mercachifles que hablaban desgañitándose,

lograron un sitio en un mesón junto a unos comerciantes occitanos.

—¿Busca a alguien, maese Obert?— preguntó Théobald.

—Busco a mi amigo François Villon.

—¿Y por qué no lo busca en su casa?

—Tiene un cuarto en el colegio Sorbón, donde es estudiante —respondió el alemán,

mirando a su alrededor—. Pero nunca está ahí, no estudia. Deambula por el Quartier

Latin y, cuando tiene sed, viene a una de estas tabernas.

—Si no estudia…¿trabaja?

—No estudia ni trabaja.

—Y a qué se dedica, entonces.

1—Es poeta —dijo maese Obert, como pronunciando una palabra misteriosa, al

tiempo que extrajo de su chamarra un libelo, lo abrió y leyó en voz alta: Prince,

n’enquerez de sepmaine/Où elles sont, ne de cet an,/Qu’a ce refrain ne remaine :Mais

où sont les neiges d’antan ?

—Es uno de sus poemas, mi preferido.

—Suena lindo —sonrió Théobald.

Ese día lo esperaron hasta caer la noche, e igual al día siguiente.

—Ojalá que venga; quiero llevarlo al pueblo, para que se aleje un tiempo de

París…aquí en París hay mucho trago, mucho jolgorio.

—Pero en nuestro pueblo también hay borrachos, maese Obert.

—Cierto, Théobald, pero son borrachos que leen poesía, y no pocos la escriben…la

nuestra es una villa tocada por las musas.

Ni aquel día ni los siguientes François Villon se apareció por las tabernas de París ni

de ninguna parte pues había muerto. Cuando lo supo, maese Obert tuvo claro que iba

a honrar su memoria y, con ella, la poesía y los poetas. Construyó un enorme

albergue para vagabundos a los que impuso como única obligación la de escuchar

leer poesía, y a aquellos que fueran letrados, escribir algún verso de su propia

cosecha.

Tras la muerte del germano mecenas, Théobald prosiguió con ese quehacer

tan social como poético y, cuando a su vez él también murió, el albergue continuó

bajo una suerte de autogestión espontánea. A mediados del siglo XVI se aparecieron

por Viliars o tal vez Villares o acaso Vllierse los reconocidos vates Joachim du Bellay,

Pierre de Ronsard y los otros muchachos de la Pléyade, tal como ya en siglo XIX lo

harían los entonces inseparables Paul Verlaine y Arthur Rimbaud. Entre tanto, con la

Revolución Francesa y el consiguiente ordenamiento administrativo para terminar

con el ancien régime de una buena vez, el villorrio de Villiars o tal vez Villares o acaso

Villierse, fue bautizado Obervilliers como municipio en el registro nacional de

comunas: un ciudadano-funcionario, de pocas pulgas y especialista en fonología,

llevando un sombrero adornado con una enorme escarapela azul-blanca-roja, lo

inscribió, en nombre de la recién nacida república, bajo la denominación de

Aubervilliers pues el fonema «o» se representa con la grafía «au».

Dada la cercanía de Aubervilliers con París, podía parecer que uno se encontraba en

la misma ciudad pues a comienzos del siglo XX había una estación del metro y lo

servían varias líneas de la red de autobuses capitalina. Un alto porcentaje de los

habitantes de la comuna venían de la clase trabajadora, y, en las décadas recientes,

inmigrantes; la mayoría de las autoridades edilicias electas eran lo que los politólogos

simplistas llaman «de izquierda», las que hicieron construir numerosos módulos de

viviendas de alquiler subvencionado.

Me encontraba buscando un abrelatas en el desbarajuste habitual de mi buhardilla,

entre libros de politología, cajitas de condones y sobres de cartas sin abrir, en el

último piso de un anodino edificio del distrito 18.°, cuando sonó el teléfono. Era casi

mediodía y hacía horas que no probaba bocado; buscaba el abrelatas para abrir,

como es de suponer, una lata, una de spaghetti a la boloñesa. Era por entonces un

estudiante pobre, mi único lujo era la enorme ventana que daba a Sacré Coeur; hace

ya tiempo que no soy estudiante pero sigo siendo pobre: uno nunca cambia

totalmente. El teléfono siguió timbrando, detuve mi búsqueda y descolgué. Era el

charapa Tolentino.

—Chochera, deja lo que estés haciendo, ven al toque a Mabillon y almorzamos juntos

—escuché su voz entusiasta, cantarina, apremiante—. Además, quiero presentarte a

uno de los poetas de Aubervilliers.

El «Mabillon» del que hablaba Tolentino era uno de los restaurantes universitarios

del Quartier Latin, donde se encuentran diversas facultades de la Sorbona; el charapa

se refería al comedor de estudiantes vecino a la estación del metro llamada Mabillon,

en la calle del mismo nombre que, como bien se sabe, rinde homenaje al monje e

historiador Jean Mabillon, avecindado en las inmediaciones allá por el siglo XVII.

Pero, ¿los poetas de Aubervilliers? Nunca fui lector de poesía, salvo la que en la

escuelita primaria leía por el Día de la Madre; no había visto ni oído personalmente a

un poeta ni en pelea de perros, y, en cuanto a Aubervilliers, solo sabía que era un

municipio aledaño a París.

—Llego en veinte minutos —respondí obediente, sabiendo que no iba a encontrar el

abrelatas.

Me lavé la cara, bajé a la calle y me introduje en el metro. Era la estación Marcadet-

Poissonniers de la línea 4, cuyo acceso estaba a un paso de la puerta de mi edificio; ni

antes ni después viví tan cerca de una boca de metro, soy de esos románticos que no

olvidan los detalles. En el vagón vi sobre la puerta el plano de la línea, y noté que

desde Marcadet-Poissonniers se podía ir también a Aubervilliers, con la línea 12, que

interceptaba la 4: el destino empezaba a unirme a Aubervilliers. Para llegar a

Mabillon tenía que pasar por trece paradas, sin cambios, y salir en la estación Danton,

sí, el de la frasecita sobre la audacia, más audacia, siempre audacia; de ahí a paso

ligero por el bulevar Saint Germain hasta Mabillon.

—Chochera, qué puntual eres —me saludó Tolentino, sonriendo, apostado junto a la

entrada del restaurante—. Pareces suizo.

—Un suizo hambriento, quizá —le respondí, apremiándolo a ingresar al restaurante.


 —Aguarda, chochera, tenemos que esperar a Julio Heredia.

Lo miré como preguntándo «¿quién es Julio Heredia, el cocinero de Mabillón?».

—Es uno de los poetas de Aubervilliers —dijo con una voz que me pareció

admirativa—. Una persona muy culta, te vas a llevar bien con él.

No sé de dónde sacó que tendría que llevarme bien con el tal Jullio Heredia solo

porque era una persona muy culta. Lo esperamos, pues, mientras veíamos ingresar

jóvenes solos o en grupo, con aire despreocupado, bajo un tibio sol primaveral.

Tolentino, como todos los charapas, me hablaba de la Amazonía peruana como de

una sucursal del paraíso aunque sin dejar de mirar a las muchachas que, tras el largo

invierno, vestían trajes ligeros, sugerentes…yo también las miraba.

Eran ya casi la una, «la hora punta» por lo que, cada vez más numerosos, se dejaban

ver estudiantes en pos de su pitanza: de medicina, de literatura, de derecho, de

filosofía, de economía, parecían llevar inscrita en el rostro el nombre de la carrera

que estudiaban. Julio Heredia no llegaba; empezaba a temer lo peor…y lo peor no

tardó en ocurrir pues un par de agentes del restaurante se apostó con tremendas

llaves delante de las rejas plegadas de local. De pronto, desde la vereda de enfrente,

un fulano con pinta de peruano se acercó a nosotros, o mejor dicho, a Tolentino,

saludándolo familiarmente; por «pinta de peruano» quiero decir un tipo vestido sin

ninguna gracia, bonachón, de esos que aparentan no tener oficio ni beneficio, casi

como yo. «Ah, el famoso Julio Heredia», pensé.

—¡Homero de mi alma! ¿Y Julio? —preguntó Tolentino abrazando efusivamente al

recién llegado.

—Julito nos está esperando junto a la Fuente de los Inocentes, en «El canard rouge»…

—Ah, en el bar cervecero.

—Exacto, mi charapita; el hombre estaba por venir a verte cuando recibió de pronto

una llamada urgente, de un antiguo amor —dijo el tal Homero, mirándome con

curiosidad—. Me pidió que viniera en su lugar, y que te llevara al «Canard rouge».

—Vamos, pues. Ah, te presento aquí a un peruano serio, estudia ciencias políticas en

la Sorbona —me señaló de pronto Tolentino, dándole mi nombre.

—Encantado, Magoo —me dio un apretón de manos Homero, al tiempo que nos

encaminamos hacia la Fuente de los Inocentes.

Magoo no es mi apellido, sino el de un personaje de dibujos animados, Mister

Magoo: un millonario filántropo y excéntrico, gracioso y torpe, calvo y miope. Yo no

era ni millonario ni filántropo ni excéntrico ni gracioso ni torpe, pero sí

prematuramente calvo y, sobre todo, miope, por lo que llevaba anteojos de espesos

cristales.

—¿Homero, cuánto tiempo en París? —pregunté por preguntar algo, me importaba

un pepino que tuviera mucho o poco tiempo en Francia; no solo tenía hambre, ahora

también sed.

Por suerte caminábamos rápido, ya estábamos frente a Notre Dame. Homero se

detuvo en seco, Tolentino y yo casi caímos de bruces.

—Magoo…estoy en París desde los tiempos de Lutetia, de Lutetia Parisorum…

Que me llamara Magoo no me molestaba, incluso hasta me parecía divertido, pero

que me saliera con baboserías supuestamente ingeniosas que no venían a cuento,

como referirse a París con el nombre que le chantaron los romanos dos mil años atrás

me pareció insoportable en mi calidad de hambriento y de sediento. Solo di una

sonrisita como respuesta y seguimos caminando.

—¡La Fuente de los Inocentes! —exclamó Tolentino cuando por fin estuvimos frente

al monumento—. Dime, Magoo, ¿por qué llaman «de los Inocentes» a esta fuente?,

no le veo nada de inocencia.

Aunque nunca antes me había llamado «Magoo», no le presté atención, más bien

grité aliviado al ver el nombre del bar de la esquina, en cuyo frontis un cartel

mostraba la imagen de un pato rojo.

—¡El «Canard rouge»!

—Aquí los dejo, muchachos, me voy a trabajar —dijo de pronto Tolentino, haciendo

el ademán de despedirse.

Sabía que el charapa trabajaba en un supermercado, cargando y descargando

mercaderías, pero no sabía en qué barrio.

—¿Trabajas por aquí? —pregunté.

—No, Magoo, mi chamba está en Saint Germain, a una cuadra de Mabillon, los

acompañé hasta aquí porque me gusta caminar; saludos para Julio.

Evidentemente, al charapa le gustaba caminar, y, por lo visto, también había decidido

llamarme Magoo. Homero y yo entramos al «Canard rouge» y nos instalamos en una

mesa libre: Julio Heredia brillaba por su ausencia. Pedí al camarero dos platos de

salchicha con papas fritas y dos vasos enormes de cerveza.

—Gracias, Magoo —dijo Homero, cuando tuvimos el pedido en la mesa, alzando su

vaso a modo de brindis, sonriendo francamente.

—¡Salud! —contesté, sintiendo no sé por qué que ya éramos amigos.

Hablamos sin entusiasmo un par de cosas sobre el Perú, por entonces gobernado por

el Chino; luego, de qué parte del país veníamos.

—¡Ah, de Chorrillos! —exclamó—. ¿No extrañas el mar, Magoo?

—Mmm, aquí tengo el Sena.

—Me haces pensar en François Villon: estudiaba en la Sorbona, le gustaba pasear por

aquí, venir a tomarse unas chelas tras deambular junto al Sena.

—François Villon —repetí, mirándolo con ojos de ignorante.

—¿Mais où sont les neiges d’antan? —dijo él, en francés.

—No sé —respondí sin la menor idea de dónde podían estar las nieves de antaño.

Nuestros vasos estaban vacíos, le hizo entonces una seña al camarero, con dos dedos

de la mano, seña que podría ser tanto el saludo hippie como la «V» de la Victoria de

Churchill, pero que para un peruano son «dos cervezas»…para un peruano o para un

barman francés que frecuenta peruanos.

Homero dio un sorbo a su cerveza, extrajo un librito de su chamarra, lo abrió y leyó:

—«Dites-moi, où et en quel pays/Est Flora, la belle romaine/Alcibiade et Thaïs/Qui fut

sa cousine germaine?/Écho, qui parle quand on fait du bruit/Au-dessus d'une rivière

ou d'un étang/Et eut une beauté surhumaine?/Mais où sont les neiges

d'antan?»...François Villon, Magoo.

—Suena lindo —atiné a decir, recibiendo el libro que Homero ponía en mis manos. La

edición reproducía el título, Le testament, con la tipografía medieval, además de un

dibujo que representaba la imagen del poeta—. Esta noche lo leo, en un par de días

te lo devuelvo.

Continuamos bebiendo, nos dejamos nuestros respectivos números de teléfono, la

tarde avanzaba y Julio Heredia no aparecía. Estábamos por despedirnos cuando en la

entrada se escuchó un barullo, voces altisonantes hablando un español pautado de

peruanismos.

—¡Pepe, Alejandro! —los llamó Homero.

Los recién llegados no tuvieron que hacer ningún pedido al camarero pues este,

saludándolos, les trajo dos cervezas en cuanto se instalaron, «Merci, Charles», le

agradecieron. Yo parecía haberme vuelto invisible, Homero y los otros dos se

enfrascaron en una cháchara en la que a veces salía la palabra «Aubervilliers».

—Ah, muchachos, les presento a Magoo —dijo Homero, poniéndose de pie,

yéndose—. Julio Heredia está por llegar, yo regreso a Aubervilliers, tengo cita en la

municipalidad. (continua….)


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Al vuelo

 

Por: Néstor Rubén Taype

Cuatro de la tarde era mi horario de salida y tomaba una larga caminata hasta la estación de los trenes en uno de los suburbios del estado de Nueva Jersey. El paisaje de salida de este condominio era muy lindo, el camino era el cruce de un larguísimo campo verde, como los de golf y atrás un puerto en el que acoderaban unos barcos de lujo o los llamados cruceros. Digamos que para llegar desde el condominio hasta la estación era de unos quince minutos caminando sin apuro. El día estaba vigilado por un sol esplendoroso que disfrutaba bañándonos con sus rayos y abrazándonos con su calor insoportable. Aquella tarde el gran campo estaba con unos visitantes que sabíamos que llegaban en sus acostumbradas migraciones: los patos.

Traté de hacer un cálculo de que cantidad habría y me pareció más de un ciento. Estaban en todo el camino y mientras yo avanzaba los patos se iban apartando, no sin antes mirarme con mucha desconfianza. No podía evitar cierto temor y recordar la película Los Pájaros, de Alfred Hichtcock, preguntándome si acaso me atacarían. Creo que allí comenzó mi drama y seguramente los nervios me estaban traicionando, al parecer ese miedo empezaba yo a trasmitirlo y mis pasos se hicieron torpes cabreando a estos animales en mi camino. Estaba casi un poco más de la mitad de mi ruta cuando de pronto sentí la mirada atrevida de un pato más grande que los demás, no sé si era así o yo lo veía de esa manera. Estaba a mi costado, como a unos cinco pasos de distancia y mientras caminaba él me seguía. Luego me dieron ganas de correr pero no lo hice, que vergüenza, me dije. Apuré el paso y el bendito pato comenzó a acercarse con una respiración agitada hacia mí. Ya, dije, este fulano me va a atacar y la mancha se me va a venir encima. Traté de serenarme y guardar el control del caso, a lo lejos veía los autos pasando por la avenida sin importarles que me sucedía, de pronto asomó un helicóptero que pasaba fugaz sin percatarse de mi drama. Yo quería gritarles auxilio así como en las películas, pero al final me chupaba – que vergüenza-

El pato, que supongo seria el jefe, estaba casi como a dos pasos de distancia cuando ya lo sentía jadear y con ganas de atacarme; de pronto fue interceptado por otro pato algo más pequeño que no era igual que todos lo demás, que son como copias hechas en serie. Este pato era algo diferente, pero pato al fin. Miraba de reojo lo que acontecía y vi que lo había calmado, ya no venía hacia mí y más bien se quedó en su lugar enterrando su cabeza en el pasto. Me sentí aliviado y seguí caminando ya más seguro que nada me sucedería, pero sin poder evitar el profuso sudor de mi frente y creo que de todo el cuerpo. Cuando me alejaba escuché una voz que me llamaba

-Compare, compare, ¡hey choche! Di la vuelta algo impresionado vi al pato que era diferente a los demás llamándome, ¿Choche? Me había dicho choche.

¿Tú eres el pato que me ha llamado?

Claro, yo mismo. ¿Ya estas tranquilo?

No salía de mi asombro que ese pato me hablara y quise detenerme pero él me dijo que siguiéramos caminando sin roche y nos detuvimos casi al final del camino, donde había unas bancas para transeúntes. Pasada la impresión le dije que eso de choche era muy peruano y que yo lo entendía porque era peruano también, él se alegró muchoy me dijo que si no estaba apurado le gustaría conversar un rato, que no hablaba con un paisano desde hacía mucho tiempo. Le pregunté qué hacía aquí, como se llamaba, como había llegado desde tan lejos y que no sabía que los animales también migraban individualmente. Me respondió que eran muchas preguntas juntas pero que su nombre aquí era Mike, adoptado por las circunstancias, pero que en realidad su nombre en Perú era Fido y que por favor no me riera porque ya sabía que era nombre de perro. No – le dije, para nada, pero que me contara como es que llegó a Estados Unidos desde tan lejos. Entonces me dijo que venía desde los cerros que rodean Lima, de aquellos lugares pobres y olvidados de la capital.

Yo vengo de allá, de la pobreza extrema, donde los animales no tienen jaulas ni nada, todos dormimos en la cocina que también es comedor y dormitorio. De chiquito solo me acuerdo de mi mamá y dos hermanitos que jugábamos en la tierra, y el agua solo lo conocíamos para tomarla cuando la señora nos daba con mamadera. Nos habría el pico y nos daba agua en un chisguete, esos de carnavales. No se pueden desperdiciar el agua hijitos, nos decía. - ¿Y qué paso con tu familia? - Un día mis hermanos desaparecieron y mi mamá me dijo que se habían ido a vivir a otras casas. Otro día mi mamá también desapareció y por allí me dijeron que fue un buen arroz con pato, pero eso me lo dijo el gallo borracho que era uno de mis amigos. – ¿Entonces que pasó después? - Ya más joven tenía mi gente, ósea una collera que nos reuníamos siempre allá en el cerro. - ¿Y quiénes eran esos patas tuyos? - Una mancha maldita, mira primero: Gallo viejo, Pavaso, que era por supuesto un pavo, luego Rocky, el gallo de pelea que era un borracho de mierda. Pekín, que era eso un Pekín, me decía que él no era un pato, sino un Pekín, según él más fino, me caía pesado y para mí era medio huevón y por último Cayito, que era un cuy bien pendejo. Esa era nuestra mancha que nos reuníamos detrás de alguna choza de nuestros dueños. ¿Me decías que el combo no abundaba, que vienes de la pobreza de que se alimentaban? El combo era poco y no se comía todos los días, mi dueña criaba también a una gallina con dos pollitas y un par de conejos. Yo andaba más afuera con mi mancha, pero todos eran buena gente, especialmente una pollita, que ya te contare mi historia con ella.

Comíamos arroz que sobrada del combo de la dueña y sus cuatro hijos y de su marido vago. Pero la tía los domingos nos daba nicovita, no sé cómo los conseguía pero que rico era comer los domingos. Cuando estaba con mi mancha me jodían y a veces me decían pato seco, porque no había conocido el agua, ósea un lago, un rio o un lugar donde se supone yo debía nadar. Gallo viejo, que era el sabio del grupo se compadecía de mí. Pobre muchacho – me decía – como es posible que esa patas tuyas nunca haya navegado – Y me explicaba porque tenían mis patas esa forma. – Hijo, ese cuerpo tuyo nunca se ha zambullido en el líquido elemento, que desgracia – me decía.

No sabes hijo mío que las características de tu biotipo son para que disfrutes de las bondades del agua que te es negado, pero, huye hijo, lárgate de este horroroso lugar y descubre el mundo y vuela, cosa que nunca has hecho a pesar que también naciste para volar. No le entendía lo que hablaba el tío sabio porque yo era un bruto pues. ¿Qué mundo? Si mi mundo estaba rodeado de cerros, con gente pobre y animales que sobrevivíamos ¿como podíamos volar? no, solo vuelan los pajaritos.

ROCKY.

Era un gallo de pelea que su dueño lo compró muy pequeñito y le resultó un gran peleador ganando muchos campeonatos y dándole a su dueño muchas ganancias con las apuestas. Pero el tiempo pasó y un día Rocky comenzó a perder y perder, entonces lo hicieron descansar un tiempo dándole su última chance de pelear. Su dueño apostó fuerte y se las jugó por su gallo, le tenía fe, pero la fe no era todo, Rocky ya estaba viejo y perdió. Enterró el pico y al toque bien mosca su gente lo recogió. Respiraba aún y por milagro lo salvaron. Cuando se curó su dueño lo engañó y le dijo que casi desfalleciendo acabó con su contrincante y desde allí lo celebraron con una tranca endemoniada de la que Rocky nunca quiso salir. Chupaba casi todos los días, pero los fines de semana era a morir, él y su dueño. Andaba tan borracho que una vez lo quiso pisar a Gallo viejo, al sabio y éste ofendido en su honor mandó llamar a dos patos negros del barrio maleado para que le sacaran la mierda a Rocky; casi lo matan si no es por mi patrona que le salvó la vida. Desde allí Gallo viejo le tiene bronca.

Gallo Viejo.

No sabe ni se recuerda cuantos años tiene, solo sabe que ya está viejo y nadie se lo va a comer, a no ser que tenga que encontrarse con algunos perros vagos y hambrientos de la zona que no creen en nadie. Dice que era el mejor cantador de esos cerros baldíos que comenzaba a poblarse de pobreza. Todas las mañanas cantaba a voz en cuello y su grito, a veces barítono, otras veces tenor, daba el anuncio del amanecer en los cerros de esa Lima gris. Vivió con tres familias que lo fueron regalando por varias razones: unas para pagar una deuda, otras vendido por ser un gallo cantor que daba la hora exacta, virtud que le había sido concedido por la madre naturaleza. Aprendió a leer y leyó muchos libros que alguna vez tuvo unos de sus dueños, profesor de una escuela. Me dice que los humanos, ósea ustedes son uno miserables y depredadores de la madre naturaleza. Le pregunté qué significaba esas palabras ¿depre qué?. 

Pero todos los respetan, incluyendo a Rocky después de la paliza, él está presente siempre en nuestras reuniones y hasta en las trancas que a veces nos damos. Altivo el viejo, hablando poco y aconsejando. Claro que cuando ya estábamos todos bien borrachos se iba, no quería que le falten el respeto y nos disculpaba por la tranca. Es que una vez Cayito el cuy, le estaba hablando y Gallo viejo se había dormido, entonces cuando despertó, el cuy le dijo – Mira tío, si quieres morirte, ándate a otro lado y no nos cagues las fiesta, encima casi te mueres y ni siquiera avisas-. Claro todo el mundo se cagó de risa. Pero él, sacudiéndose las alas y muy serio se retiró diciendo – los perdono sarta de bestias ignorantes.

Pavaso.

Pavaso era eso: un pavaso menso. Siempre que lo vi lucia saludable, sano, gordito, bien papeado. Rocky le recordaba que era un pavo que lo estaba preparando para una cena de navidad, cosa que él negaba y afirmaba ser engreído de la familia, de la numerosa familia que eran sus dueños. Como prueba de ello llegó un día bien borracho comentando que se había metido una tranca con su dueño. Rocky le decía que eso era falso, que solo lo estaban cebando y le invitaban vino para que se acostumbre y no desconfíe – y le repetía - un día te darán vuelta Pavaso. Pero el pavo se la creía y así vivía feliz. Días antes de emigrar la mancha nos pasó la voz que el pavito ya no estaba, se encontraron en la basura toda su ropita, ósea sus plumas y cualquiera podía reconocer que eran de él. No botaron nada, había sido comida para los nueve hijos de la familia que con esfuerzo lo alimentaron. No dejaron nada, ni las patas y si no se comieron las plumas, es porque no hay como. Cayito contó haber visto como tiraban su cabeza dentro de la olla de sopa.

Cayito

Líder de una manada de cuyes, cayito era bien mosca y el datero de todas las novedades, que por su tamaño podía entrar a todo sitio. Sabía que era un machito necesario para dar crías y por eso tenía cierta tranquilidad que no se le diera vuelta. Era rockero y salsero. Siempre nos daba un show de baile, pero Cayito fue atrapado por un maldito perro hambriento del vecindario que no le dejó ni los huesitos. Allá en los cerros de la pobreza nadie está libre. Los dueños de Cayito fueron a la casa de del maldito perro, sus vecinos. Estos le exigieron una prueba que su perro se había comido a su cuy, cosa que no se pudo probar. Nosotros desde el techo de nuestra casa insultábamos al maldito perro negro que se comió a Cayito y este enseñando los dientes y ladrando fuerte nos decía – tú serás el próximo patito huevón, cuídate, cuídate, que yo no dejo huellas.

Pekín

Pekín era un pato como yo, pero tenía un color algo amarillento y era un sobrado de mierda. No me caía para nada, lo detestaba, siempre me miraba como si yo fuera menos que él y eso me molestaba. Un día lo cuadré y le dije que se creía, y éste me dijo que no pasaba nada, que él solo era un fino Pekín y que sabía que su origen era noble de un país llamado Alemania y algún día se iría de este muladar. Para tranquilidad mía un familiar de la dueña se lo compró, una tía que siempre andaba muy elegante y vivía por la zona de los platudos en Lima. Se largó por fin ese Pekín hijo de su madre que se creía la gran cosa el muy basura.

La historia había sido larga y estaba yo asombrado de todo lo sucedido, pero, faltaba la historia de este pato migrante que luego de contarme con paciencia lo relatado, se quedó pensativo, callado y parecía cansado, como si hubiera volado diez kilómetros. Para romper ese silencio le pregunté por qué lo llamaban Fido. Como si hubiera despertado de un prolongado sueño, sonrió y río ante la pregunta al parecer inesperada - Sorry paisano, sorry. Te voy a contar la historia mía, ¿Viste? dije la historia mía, en lugar de decir mi historia, cosas del lenguaje que se aprende aquí como si hablara inglés. Bueno, comienzo, al parecer los dueños tuvieron una mascota, un perrito llamado Fido y que se murió de rabia y mi dueña encariñada y recordando a su perrito, su bendito nombre me lo clavó a mí. Una noche cuando conversaba con Gallo viejo y me contaba de la época de guerra que había pasado en la zona, de unos patas comunistas y que los llamaban terroristas , llegaban en la noche a robar gallinas y todo lo que podían y amenazaban a la gente a que se unan a su lucha. Otras veces venían solo a matar a los vecinos y otras veces dice que llegaban militares. Entonces él me repetía, los humanos son una basura, una mierda, no pueden vivir en paz. 

Y en determinado momento me hizo jurar que debería irme, huir de ese lugar, que me vaya a conocer los mares y lagos del mundo, que sepa que hay lugares que viven muchos patos y solo patos y que debería conocer otros animales, pero en libertad. Yo, un poco confundido juré, juré que lo haría. Él sabiamente al verme confundido me aconsejó irme al mar a los puertos – vete al Callao ahí hay un puerto y podrás tomar el barco que salga al extranjero. Igual yo decía que será “extranjero”. Gallo viejo era un sabio, me abrazó y me dijo - Bon voyage – have a good trip, buen viaje muchacho, vuela, te estoy diciendo en francés y en ingles lo mismo que te estoy diciendo en español. Yo más confundido pensaba francés, inglés que chucha será eso.

Mi dueña había dejado a su marido vago y se había empatado con otro, un colorao que venía siempre bien vestido, bien tela y al parecer con plata, después me enteraría que era un estafador. La comida mejoró y algunas esteras de la casa fueron cambiadas por otras nuevas y los tres hijos de la doña tenían mejor ropita. Un día este colorao me agarró desprevenido y me puso su cara frente a la mía diciéndome – patito ya estas algo grandecito, creo que un mes más ya debes estar listo para la olla, mmmm hueles rico, pero sazonado olerás mejor – y me tiró al suelo. ¿Sabes? Puta allí si me asusté y sabía que era hora de irse tal como me lo había recomendado Gallo viejo, quien la muerte lo había sorprendido una noche cuando la peste pasó por su corral. Sus dueños no lo comieron, era viejo, decían, además murió de peste y era peligroso, podía dar cáncer decían. Lo ataron como una momia con periódicos, cartones viejos y lo metieron en muchas bolsas para luego tirarlo a la basura. Ni los perros que rebuscaban en los basurales se lo quisieron comer. Así terminó la vida de Gallo Viejo, el intelectual, sabio y conocedor de muchas historias de esos cerros hambrientos, murió como un apestado, muy triste final para un honorable gallo. Tomando la recomendación del viejo gallo y a punta de empeño y esfuerzo no sé cómo, pero llegué al puerto, fueron días y días de hambre, tenía que ir escondiéndome, pero, como me dijeron antes, yo tenía la facultad de volar y volé. Me alimentaba de desperdicios de los mercadillos del puerto y en algunas tardes desoladas los pelicanos me preguntaban que hacia allí, y las gaviotas también. Los viejos como siempre aconsejando, uno de ellos un viejo pelicano, al contarle mi propósito, me dio datos muy buenos para salir fuera. Me contaba de los barcos que llegaban y para donde iban. Me dijo que lo mejor era que tomara un barco que iba para Nueva York, que llegaba en un mes y era muy grande donde yo podía camuflarme perfectamente. Un mes de espera me parecía largo, pero aprendí a moverme bien en las orillas del mar. Todo iba bien hasta que un día, en un atardecer y cuando el sol estaba zambulléndose en el mar, conocí a una gaviota muy linda. Conversábamos mucho y poco a poco nos hicimos bien patas y volábamos juntos, aunque yo no con tanta habilidad como ella, quien cortésmente me conseguía pescadillos para alimentarme y yo, como no, con cierto recelo, aceptaba, no tenía otra y el hambre apuraba. 

Allí tuve la oportunidad de posarme sobre las aguas del inmenso mar y nadar y patalear con mis herramientas que la naturaleza me había dado, mis patas. Pero el movimiento de las aguas eran demasiado fuerte y asustado levantaba vuelo entre las sonrisas de la gaviota que me decía que yo jamás me podría hundir. Así, nació el amor y ciertamente me enamoré de la gaviota a quien llamé Tita. ¿Te viniste con ella aquí? – pregunte - No, me dijo y prosiguió con su historia – Su familia no me quería y su viejo vino a decirme que de donde se me había ocurrido enamorar a su hija si no teníamos nada en común, absolutamente nada y que no permitiría esa relación, amenazándome con traer a unos gallinazos salvajes, que por unos cuantos pescados de pago, podrían llevarme al otro mundo. ¿Pero Mike, como te enamoras de una gaviota por Dios? Mira, he sido bien piña, en el cerro, ósea allá en mi casa, me salí enamorando con una pollita más rica y recontra traviesa, esa no creía en nadie, venia y me buscaba cuando el gallinero estaba vacío y allí nomas yo mismo era. Pero, partí sin decirle adiós y me imagino que hoy me debe estar odiando. Ahora como si se repitiera la historia la fecha se acercaba y yo otra vez padeciendo de amor, pero aquí si era amor verdadero.

La gaviota era finita, amable y me había jurado amor eterno y yo también, aunque sabía que ese juramento de no dejarla nunca era una miserable falsedad. El viejo pelicano me avisó una tarde que el barco llegaba al día siguiente y que estuviera listo, dijo que él conocía a toda la tripulación de animales que llegaban allí, desde sus hermanos pelicanos hasta los ratones. Así pues, con todo el dolor de mi corazón me embarqué una tarde lluviosa allá en el puerto del Callao, la lluvia incesante anunciaba que los vientos se asomarían y al partir el barco se mecía de un lado a otro, era una mecedora. Inesperadamente mientras veía que la figura del puerto se alejaba, apareció frente a mi Tita, la bella gaviota y por unos segundos me quedó mirando en silencio, una mirada que preguntaba ¿por qué? y súbitamente levantó vuelo. Desde ese momento tengo el corazón quebrado y que no ha podido curarse con otros amores, ni con todas las patas que ves tú aquí en la manada. Yo, un poco cándido le pregunté si regresaría alguna vez a la patria, al Perú. – Hey, como voy a regresar, será para terminar en un plato de comida, ni hablar, quiera o no quiera moriré por estos lares o en manos de algún cazador furtivo que no respete las prohibiciones de temporada de caza y me meta un tiro inesperado. Ahora yo, - sorry, sorry por esa estúpida pregunta – ¿Dime como te tratan aquí los americanos? – Sonríe- Mira no ha sido fácil, un día me metí a la manada ya guiado por un pato que me acompañó desde el puerto de Newark. Ósea tú sabes, el pelicano viejo de allá, me recomendó a otro pelicano amigo de acá y éste a su vez al pato amigo. 

Me llevaron al jefe y luego vino con dos patos más que me miraban dando vueltas a mí alrededor, me miraban con desprecio y después con algo de compasión. No manyaba el inglés, que lo fui aprendiendo poco a poco. Me dijeron que estaba muy flaco, que eso daba mala impresión a la manada, que no saldría a volar con ellos hasta que tenga un peso adecuado. Me preguntaron de donde era y si todavía podía crecer, todo respondí con el amigo que me trajo y que manyaba su español. Así me fui integrando a la mancha y ya después era el pato extranjero que llamaba la atención, especialmente de las patitas que me buscaban. He cambiado de manadas varias veces y esta es una de ellas, el jefe aquí es buena gente, casi se te fue encima, pero como viste, lo tranquilice. Aquí se vive bien, se come rico y si no hay, migramos, siempre con cuidado de no estrellarnos con alguna avioneta desubicada. Ya se hizo tarde Mike, tengo que irme y un gran gusto haberte conocido y gracias por salvarme la vida, también por contarme tu historia. ¿Quieres decirme algo más? – Si-

Una vez nos metimos una tranca con los jefes, una tranca con vodka. Ya borracho les dije que si querían conocer los cerros que circundaban Lima, los cerros, los enormes cerros llenos de chozas. Ellos se reían y no sabían que hablaba, pero me dijeron, ¡Ya vamos! Y salió uno a pasar la voz que nos íbamos a un largo viaje. Al final no se hizo, era una broma, no volamos tanto. Pero te imaginas doscientos patos volando sobre los cerros pobres de Lima, puta, hubiera sido una muerte honorable, sacrificándonos por el amor al prójimo, de la puta madre, cuanta gente comería pato. Y has visto, estos tienen un tremendo tamaño, con uno solo se alimentaria a diez personas, jajaja. Quizás algún dia lo hagamos, que no te sorprenda si alguna vez lees que allá en los cerros se aparecieron doscientos patos volando bajo, volando como kamikazes, por el hambre del pueblo peruano.

Dejé al pato peruano, migrante que salió de los cerros de la pobreza limeña para vivir mejor con otros de su especie, tal como lo hacemos los humanos, pero quizás nosotros no somos tan solidarios como ellos, ni escogeríamos morir como ellos.

Tantas veces Chiquián

 Por: Néstor Rubén Taype.

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Me levanté una mañana muy temprano a desayunar para ir a la escuela, era mi primer año de secundaria si mal no recuerdo. Llegué al comedor y estaban todos los primos allí juntos alrededor de la mesa, en total eran nueve, siete varones y dos mujeres. Desde el primo mayor pasando por los gemelos que yo siempre confundía los nombres, más el último bebé a quien llamábamos Pocho. Cada quien tenía una función específica como poner la mesa, colocar los platos en orden y luego proceder a servir los respectivos desayunos. Una vez terminado cada quien seguía con la tarea asignada como lavar las tazas, platos y guardarlos ordenadamente. Era Chorrillos del 67 ¿El lugar? La nueva Urbanización Los Laureles en la que el tío Víctor había comprado un chalet para instalarse definitivamente en Lima, luego de su prolongada estadía en un lugar llamado Chiquian, nombre que yo había escuchado repetidas veces de labios de mi madre desde que había tenido uso de razón.

Ese año mi familia mudó de Las Delicias de Villa hacia el centro de Lima y yo estaba matriculado en la Gran Unidad Escolar José de la Riva Agüero a cursar mi primer año de secundaria. La distancia desde mi nueva casa a Chorrillos era bastante lejos y mi madre hizo los arreglos con la tía Teodora para quedarme durante este primer año escolar en su casa de Chorrillos. Tengo los mejores recuerdos de esa época en la que nos divertíamos con todos los primos jugando pelota, trepando el Morro Solar y bajando a la playa Agua Dulce. El primo Hugo era el segundo de la numerosa familia y que yo además de convivir en la casa de los tíos, lo veía diariamente en el Riva Agüero donde ambos estudiábamos, yo iniciando la secundaria y él terminándola.

Por cuestiones de afinidad en la edad Hugo mantuvo mucha comunicación con mi hermana y así a pesar de la distancia y las esporádicas veces que nos vimos, supimos siempre de sus andares como cuando ingresó en 1969 a la Escuela Militar de Chorrillos donde hizo una brillante carrera militar, alcanzando el grado de Coronel del Ejército Peruano. Pero el primo nunca olvidó su paso por este lugar llamado Chiquian donde seguramente guardaba los mejores recuerdos de su niñez y adolescencia. A pesar de tantos años en la capital no opacaron ningún detalle de lo vivido en este pueblo enclavado a 3390 m.s.n.m. y del que nunca se desligó.

Él, hace unos años publicó un libro titulado “30 DE AGOSTO EN EL PUEBLO DE CHIQUIAN” Donde ha hecho un serio y excelente trabajo de investigación sobre este maravilloso lugar describiéndolo todo, desde su reseña histórica pasando por sus costumbres, tradiciones, pintorescos lugares, sus comidas típicas y toda la parafernalia que compone la celebración de sus fiestas, especialmente la del 30 de Agosto día de Santa Rosa Patrona del pueblo. Tuve la suerte de conocer Chiquian a los diecisiete años justamente para la fiesta de Santa Rosa y logré disfrutar de toda la celebración incluida una corrida de toros y danzar alrededor de la plaza, además de conocer a la numerosa familia de mi madre. Ojear y releer nuevamente este libro desde esta parte del mundo nos trae a la memoria numerosos recuerdos que de pequeño escuchaba sobre la vida y las costumbres de la tierra de mi mamá.

Ya me era familiar escuchar hablar sobre Luis Pardo y sus aventuras de bandolero que robaba a los pobres para dar a los ricos. Saber que la tía Veneranda Pardo era unas de sus numerosas hijas atribuidas a este icono chiquiano. Frases como Rumiñahui, Pallas, Mayordomos, me sonaban cercanos, también los apellidos como Ñato, Bracale, Aldave, Gamarra siempre llegaron a mis oídos con mucha continuidad por los relatos que tantísimas veces contaba mi madre sobre la fiesta principal del pueblo. Y aunque el libro no hable esto, también recuerdo los cuentos de “aparecidos” y “fantasmas” que mis hermanos le pedían a mamá que cuente, especialmente en las noches y que ella comenzaba diciendo “Una noche en la hacienda de fulano de tal se le apareció una mujer muy bella a un caminante” yo y mis hermanos estábamos trenzados, casi trepados sobre mama, metidos en su cama escuchando atentos la misteriosa historia que ya sabíamos que el final nos iba poner los pelos de punta.

El libro, además de describir detalladamente, como hemos explicado líneas arriba, todo sobre Chiquian, va acompañado de una colorida y variada cantidad de fotos que realmente resalta cada página y nos sumerge prácticamente a ser protagonista y estar allí en el mismo pueblo disfrutando de sus bondades. Entonces al ver algunas fotografías me recuerda la imagen del tío Alico Calderón, el viejo tío que era como el tronco de la familia con su viejo saco y su típico sombrero, así algo barbado y que aún logré ver como desgarraba con sus dedos mi pequeña guitarra y le sacaba algunas notas de uno que otro yaraví y otros huaynos. La chicha de maní que la tía Jesusa preparaba y vendía en su pequeña tienda acompañada de la prima Hilda y que yo alguna vez ayudé a su preparación, aunque solo echándole el azúcar al gusto.

Es Chiquian esa tierra que yo guardo recuerdos que mi madre siempre nos inculcó, el lugar de nuestros viejos tíos de esa raíz de la familia materna. La tierra de Papa Alico de Mama Diega hermanos mayores de esa generación que sería larguísimo mencionar. Lugar donde no olvido la costumbre de usar unos diminutivos en los nombres como la prima Beacha por Beatriz, el tío Anacho por Anatolio y también el de mi madre Aquilina a quien llamaban Aquicha. La tierra que una vez un cajamarquino como el tío Víctor que llegó seguramente a cumplir su servicio como miembro de la Guardia Civil y que nunca imaginó enamorarse de una linda chiquiana como la tía Teodora. Una historia de amor que a mi madre le cupo como tía mayor darla en matrimonio al joven enamorado que daría como fruto de amor, nueve hijos.

"Jugó bien, mereció ganar, pero perdió" de Fernando Morote


Por: Néstor Rubén Taype


En un principio el título me pareció total y absolutamente futbolístico y relacionado exclusivamente a nuestra selección peruana. Muy parecido y dicho de otra forma lo que afirmaba el locutor argentino Oscar Artacho afincado en Lima, cuando nos narraba los partidos de la selección con ese típico acento gaucho que nunca lo abandonó “Que bonito que esta jugando Perú, que va perdiendo dos a cero” 

Aunque las historias están divididas en términos futboleros, ya dentro nos encontramos con una cantidad de personajes muy variopintos. Por ser peruano y limeño puedo identificar muchos lugares conocidos en donde se desarrollan estas escenas, pero, las situaciones que se describen pueden suceder en cualquier parte del planeta. 


El autor delata las debilidades y aciertos  del que solemos tener los seres humanos, nuestras contradicciones y puntos de vista que pueden parecer poco coherentes con la realidad. Sin embargo así somos, una suerte de sorpresas de relaciones humanas imprevistas ante cada evento que se nos presenta. Apunta directamente con dichos o afirmaciones que serian dignos de figurar en su obra anterior “Poesía Metal Mecánica. La narrativa comienza con esta frase “ Cometo errores, pero cada vez me equivoco” verso que va dejando al lector su libre interpretación y que cada quien lo tome a su modo. El tema se desarrolla como si la vida se diera en una cancha de futbol en la que cometemos infracciones y que si tuviéramos un juez (que no sea Dios), te sancione de acuerdo a tus faltas que pueden ser: una posición adelantada, una tarjeta tarjeta roja o un autogol. 


Creo sinceramente que todas estas caídas no necesariamente necesitamos un juez omnipresente, sino mas bien acorde con la lectura encontramos que nosotros mismos nos damos cuenta que la vida esta llena de faltas, aciertos  y mayormente de contradicciones, pero nunca claudicar, nunca dimitir (“Arrójenme a los lobos y volveré siendo el lidere la manada”)

Debo decir que el autor nos describe diferentes escenarios con historias sueltas,(“me gustan los cambios no los procesos”)  y eso encontramos en la lectura. Luego viene una  parte interesante: el de la identificación, una suerte de conversación  con uno mismo y decirse “esta escena es mía, la he vivido, quizás con otro componentes, pero me auto defino como protagonista” 

 

Cualquier lector se va sentir identificado con estas historias que aparecen como si estuvieras viendo un Tik Tok en el celular, escenas absolutamente imprevistas, sin saber como será la siguiente. Considero también que existe una descripción del ciudadano de a pie, que en una sociedad con trampas y juego sucio, trata de salir adelante. De ser un emprendedor que no necesariamente por jugar limpio consigue el éxito, y busca como justificación que sus derrotas son simplemente por ser un incomprendido o quizás un tipo demasiado entendido. Hemos recorrido inevitablemente en plena lectura muchas calles de Lima, en especial el Paseo Colón y los viejos edificios que lo rodeaban (descritos por el autor sin mencionar sus nombres) con ambientes tugurizados y lugares de venta de todo tipo, como una suerte de mercado de pulgas; un lugar en la que solamente faltaba que alguien vendiera las letras del abecedario, como se describía en el cuento de un notable escritor del boom latinoamericano. 


Fernando Morote escribe desde Nueva York, donde reside. Nos cuenta estas historias desde la selva de cemento, capital del mundo, que paradójicamente lo acerca mas al Perú.



 

Mi propio sendero

 ¡Cobarde! - Fue la frase que recibió como una pedrada lanzada sobre su cabeza. Apuró sus pasos y doblando en la esquina se detuvo, su compañero llego tras él y le dijo:

- No te garantizo nada ya tu sabes cómo es esto, estas a favor o en contra, por última vez te voy hablar como amigo, largarte y desaparece, si me dan el encargo lo voy hacer sin ninguna duda. Observaba por la ventana del avión como se iba alejando de Lima, atrás quedaban los apagones, la dinamita, las reuniones secretas, la autoridad vertical del partido. Contra todoy sobre todo el partido. Sumido en sus pensamientos se vio interrumpido por la azafata de a bordo que le ofrecía un pequeño desayuno que degustó con cierto placer.

Carlos Marx, vaya el gusto de su padre por envolverlo en ese nombre solo por la admiración que le prodigaba ese personaje y que lo había marcado de por vida. Joven su progenitor fue parte de las huestes de Luis de la Puente en su afán de cambiar la sociedad peruana sumido en un latifundismo en pleno siglo XX. Impetuoso luchador social y contestatario se enroló sin duda ni murmuraciones a las guerrillas del 65, un sueño romántico que duró muy poco.

Muerto el líder, fue capturado y guardaría prisión por algún tiempo. Su imagen fue portada de diarios luego de su captura cuando en pleno interrogatorio y esposado, se levantó intempestivamente de la silla para propinarle un furibundo cabezazo al oficial que lo interrogaba. Consiguió la libertad gracias al indulto dado por el primer gobierno de Belaunde. Sus sueños de revolucionario habían terminado y pretendió sembrar la semilla de la insurrección en su hijo. Carlos era el tercero de tres hermanos, pero el único que siguió con la línea política del patriarca. Los demás en el momento apropiado hicieron el deslinde y se mantuvieron al margen. Ingresó a San Marcos al programa de Derecho - para que defiendas a los compañeros - le había dicho su padre. Amante de la lectura pasaron por sus manos toda la literatura roja que pudo conseguir, desde Marx, Engels hasta el Libro Rojo de Mao.

En su paso por la universidad terminó graduándose en periodismo a pesar de los cuestionamientos de su padre. El pensamiento Gonzalo en la universidad lo entusiasmó y deseaba ciertamente llevar a cabo todos los encargos y misiones que le encomendaban, siempre supo mantenerse al margen del lado militar. Participaba como activista distribuyendo propaganda y dando clases sobre la ideología del partido comunista. Sin embargo el entorno, sus camaradas lo calificaban de "blando" tenían sospechas que no era el tipo que las difíciles circunstancias exigía. Su compañero era un joven abogado ya graduado con quien trabó buena amistad dentro del grupo y quien ya le había advertido de los comentarios que sobre él hacían los miembros de la célula.

Llegó al aeropuerto de Newark con la esperanza de iniciar una nueva vida, pero al mismo tiempo no podía desterrar cierto malestar consigo mismo por lo que no pudo hacer en Lima. Aconsejado por sus familiares contrajo matrimonio prontamente y regularizó su situación legal como un residente más. Culminaba el gobierno belaundista casi arrinconado por los petardos senderistas a quien en un principio el presidente había calificado de 'abigeos'. Carlos en el fondo de su alma ansiaba que esta lucha terminara pronto y fuera eliminada por el gobierno como ocurrió con las guerrillas del 65, sin embargo mientras pasaba el tiempo veía con cierta desesperación el relativo éxito. Su vida continuaba adecuándose a su nueva residencia, pero al mismo tiempo siempre asomaba un tormentoso recuerdo, ese fatídico día en que fue llamado por uno de los mandos militares para encargarle la temible tarea de conseguir un arma por sus propios medios.

En su placentera y cómoda residencia lejos de la hecatombe de Lima, en aquel barrio americano que parecían casitas de juguetes rodeados de un verdor increíble, las noches le resultaban insostenibles acosado por una terrible pesadilla; se veía acompañado de una pareja e iban a paso seguro sobre su objetivo: un policía. Uno de ellos extraía un arma de su mochila y se la daba - acércate y haz tal como hemos practicado - le decía. Él con el revolver en mano se iba contra el guardia quien sorprendido retrocedía cayendo de espaldas - dispara - le gritaron - ¡dispara carajo! - frente a él estaba el guardia caído que lo miraba sorprendido. Carlos no disparaba, entonces sintió un jalón y los tres echaron a correr hasta el auto que los esperaba.

De pronto despertaba sudoroso, agitado mientras repetía - la misma mierda de siempre - Una mañana recibió la llamada de su hermana dándole la novedad de la detención increíble y sorpresiva del camarada Gonzalo.

- Tu jefecito pues- le dijo - ya le habían encontrado un videito chupando cómo bueno en una residencia bien bacán, mientras su gente lucha en las punas, seguramente muertos de frio - le seguía contando - de la que te libraste hermanito, ya estarías bien preso por creer en el loco ese.

Carlos vio repetidamente el video de la captura y se admiraba del trabajo de filigrana que hizo la policía. Posteriormente vio con sorpresa a su ex compañero  como abogado defensor del líder senderista. Pretendió esa misma mañana escribir algo sobre la captura para el diario de

Nueva York, al final lo desestimó, no podía evitar sentir un tufillo de traición, como escribir algo sobre un tema en la que el formó parte, entonces apretó prestamente la tecla delete y se quedó presionándola, hubiera querido borrar todo su pasado de una buena vez. Con la llegada del siglo veintiuno también llegó la crisis al gobierno de turno que pretendía un tercer mandato. La democracia se instauró nuevamente en el país. Carlos en los años siguientes fue un crítico furibundo de los posteriores gobiernos y a los que no les reconocía absolutamente nada. Igual suerte corría con sus críticas al gobierno americano. No sabía qué hacía en un país que no guardaba su misma política y lejos de llevar a cabo sus ideales de joven, motivado por su padre, había echado raíces en la tierra misma del imperialismo, una ironía que la vida se la guardó. Sus noches eran constantemente acosados por la misma pesadilla, siempreapuntando al guardia caído que no mostraba miedo, el asustado era él, despertaba sudoroso, el fantasma de sendero no desaparecía. Luego de más de dos décadas desde que comenzó la lucha armada, Carlos solía indagar en internet sobre los líderes de sendero y veía sorprendido que aun después de años de encierro no habían transigido a sus ideales. Se imaginó que el fracaso de sendero lo alegraría como tantas veces lo había imaginado, sin embargo nada cambiaba, sentía más bien una frustración personal, la depresión lo consumía.

Una noche después de beberse algunas cervezas se recostó en su cama quedándose profundamente dormido. La pesadilla arremetió contra él nuevamente en el mismo lugar secundado por dos compañeros que se acercaban sin mayor disimulo hacia el guardia en una de las calles populosas de Lima. Uno de ellos sacaba el revólver y se lo entregaba diciéndole - ahora, tal como ensayamos, ve y hazlo - Carlos muy nervioso daba algunos pasos en dirección al policía que al retroceder caía sobre el piso. Este lo miraba sorprendido ¡dispara! - escucharon sus oídos ! dispara carajo!  Carlos vio la imagen de su padre quien subliminalmente lo presionó al uso de la violencia como respuesta a las desigualdades sociales de su país. Ejerció una presión contra la que él no pudo luchar ni rebelarse, quizás nunca quiso ser un revolucionario, quizás nunca podría empuñar un arma como lo hizo su padre. Voy a disparar - se dijo - y no voy a dudar, esta vez no, aunque sé que todo esto no es más que un maldito sueño. Pegó el arma contra la sien y sin más preámbulos disparó, el tiro rompió el silencio nocturno en la apacible villa donde residía, los vecinos alertaron a la policía quienes encontraron el cadáver de Carlos sobre su cama ensangrentado por un disparo en la cabeza, pese a una ardua búsqueda no pudieron hallar el  arma.

Cojín

 Rodó como ruedan los troncos en el agua dando vueltas hasta terminar en la orilla hecho una masa de arena, las olas lo habían revolcado tal como él lo quería. Levantó la mirada para vernos donde estábamos.

- Oe ya pe’ carajo falta una más, no se hagan los cojudos - gritó. Nos acercamos riéndonos y nuevamente lo tomamos de los brazos y piernas el “loco” Lucho y yo, estuvimos quietos esperando una buena ola y tiramos a cojín con todas nuestras fuerzas, quien cayó nuevamente como un saco de arena contra la ola. Nos quedamos vigilándolo porque la marea estaba un poco alta y temíamos que esta lo jalara para adentro.

– Ya pe’ que chucha, no hay que movernos pa’ tazarlo – dijo Lucho.

La ola felizmente lo sacó nuevamente a la orilla y moviéndose como un lobo marino, se arrastró hasta donde el agua apenas besaba la arena. Se quedó allí mirando la playa haciendo cerritos de arena. De vez en cuando nos llamaba, señalando las chicas que pasaban, haciendo gestos con sus manos tratando de decirnos que las fulanas tenían buen trasero o buenos pechos. Conocí a Cojín cuando teníamos doce años más o menos, estábamos peloteando en la pista, previo calentamiento para jugar al fulbito. Esperábamos a los demás amigos que habíamos llamado y comenzar. Cuando terminó toda la ceremonia de escoger a la gente y en qué lado jugaríamos (porque es así, el fulbito tiene sus reglas que todo el mundo respeta, aunque no haya árbitro) uno de ellos me dijo que si quería tener a cojín para nosotros, le dije que sí.

Váyanse a la mierda – fue su respuesta.

Yo no entendía la razón, por lo demás no hice ningún caso y comenzamos a jugar como si nada. Cuando terminó el partido nos fuimos todos al jardín del frente a tomar agua de la manguera, no había cosa más deliciosa que tomar esa bendita agua sin parar. Pregunté la razón por la que cojín se había molestado, entonces uno de ellos dijo – ese huevón no le gusta jugar de “camote” quiere que lo cuenten y por eso se fue a la “J” allá los malosos si lo hacen.

Vivíamos en una recién estrenada urbanización a fines de los sesentas, en la que cada cadena de edificios estaba señalada por letras. Una noche mientras jugábamos bolero (aquellos juegos perdidos de la época) con la gente del barrio, escuchamos una bronca en el grupo que estaba al lado nuestro. Cojín estaba sentado en una de las bancas que eran una suerte de adoquines de concreto que adornaban el parque, de pronto lo vimos caer por al piso. Corrimos a ver qué estaba pasando, aún en el piso cojín puteaba y pedía que lo levantaran. Estaban jugando “cachito” (dados) y al parecer alguien no quiso perder.

– Cojo pendejeo quieres ganar con trafa – se escuchó.

-Ahora nos agarramos huevón, me empujaste desprevenido – un padrino – dijo – escoge el tuyo cabrón le dijo a su contendor, mientras lo ayudaban a ponerse de pie.

Fueron para el jardín, al sitio donde había suficiente pasto, cojín se acomodó dejando sus muletas a un lado, como ya era su costumbre y la única manera que podía pelear. El otro se sentó a su costado al igual que cojín, así con los torsos frente a frente se miraron y acomodaron.

– Jura por tu madre que no vas a usar las piernas para pelear contra cojín – le dijo uno de los    padrinos - ya lo juro pe’ carajo – respondió.

Ambos tenían las manos hacia atrás tomados por los padrinos, quienes contaron al unísono,¡uno, dos, tres, ya!

Inmediatamente se cruzaron a golpes mientras mucha gente se arremolinó alrededor de ellos. Las luces del jardín parecían iluminarse más alumbrando las figuras de dos cuerpos que se revolcaban jadeantes sin darse tregua. La figura de San Martin de Porres, una estatua de un metro de alto, refugiado en su gruta e iluminado por un par de fluorescentes, era un espectador silencioso de aquel evento. De pronto se vio que Cojín tomaba una de sus piernas y se lo lanzó contra su oponente, éste pegó un grito y dando un salto se puso de pie y vociferando una serie de insultos pateó ferozmente a Cojín, hasta que finalmente los padrinos corrieron a protegerlo. No era la primera vez que Jacinto a quien le decían Cojín, terminaba quebrando las reglas en una pelea, afectado por la polio, usaba unos fierros en las piernas que eran una suerte de soporte, pero que él utilizaba como un arma de defensa cuando creía que era oportuno y claro que hacía daño, pero Jacinto era básicamente un incorregible picón.

Sin duda era Cojín un personaje del barrio por muchas razones, primero que nunca se sintió un minusválido, ni un disminuido para nada. Era atrevido y malcriado para pedir las cosas, además pagaba por cualquier servicio y no rogaba para que aceptaran. Ir a la playa por ejemplo era una de las cosas que le encantaba y previamente hacia todos los arreglos para su estadía. Pagaba para que lo movilicen si había que caminar mucho, entonces lo colocaban en una tabla con ruedas que era la precursora del skate moderno de ahora. Ya en la playa pagaba para que lo tiren al agua contra las olas. Un sol era el costo por tres tiradas, pero tenía que pagar a dos personas. Plata era lo único que jamás le faltaba, lo conseguía pidiendo limosna en los mercados del centro de Lima y a donde algunas veces me lo encontré.

-Circula pe’ carajo, puta no me mires que estoy chambeando pe’ huevón – Decía a media voz.

Cojín vivió su adolescencia sin reparo, nada impedía que se divierta como cualquier otro y ante alguna imposibilidad siempre tenía una salida. Su asistencia al conocido prostíbulo “La Nene” era siempre con mucha bulla.

-¡Hoy me toca cachar carajo! ¿A ver quién viene conmigo?

Los ayayeros abundaban porque él pagaba la entrada y la coima para que les permitieran ingresar por ser menores de edad. Los fines de semana era lo que más caro le salía. Debía tener gente que lo lleve a su casa después de la borrachera que se iba a pegar y el gasto era doble, uno solo no podía dejarlo en su casa.

-Te pago adelantado por dos, tu consigue el otro, no falles huevón me buscas en el jardín de la “K” como a las dos de la mañana, no te olvides de recogerme y dejarme en mi “jato”. Fallarle era sinónimo de mucho riesgo, cualquiera de los malandros y achorados de la zona, con quienes Cojín se llevaba bien, podía caerle encima y dejarle unos buenos recuerdos. En los setentas, cuando andábamos por los quince años, llegó la novedad de la marihuana al barrio, traída por los maleados de la quinta zona. Después de un partido de fulbito uno de ellos repartió los puchitos a toda la gente indicando que eran muestras gratis – pa’ que conozcan la vida cabrones- había dicho. Esa misma noche Cojín se fumó una buena cantidad de tronchos, entonces el asunto término como un loco agarrando a muletazos a todo aquel que tenía cerca. La gente lo dejo solo en el jardín de la “J” no le pegaron, pero una vez dormido se cuadraron frente a él como una suerte de pelotón de fusilamiento y miccionaron sobre su cuerpo. Días después ya repuesto de tremenda malanoche juró nunca más meterse un troncho, ni reclamó el reguero de orines que le dieron. El trato común de Cojín era despectivo, arrochador, otrosdirían creído y como no, vanidoso. Era aliancista a morir, cuando ganaba su equipo invitaba trago y cuando perdía, no aparecía por el barrio durante varios días.

Cuando pasamos la adolescencia Cojín había cambiado un poco, trabajaba como recepcionista en una zapatería del mercado del barrio, otras veces lo hacía en una notaría del centro de Lima, llevando papelería dentro de las oficinas. Un buen día me dijo que se iría a la Argentina con unos amigos a buscar nuevos horizontes y así fue, Cojín desapareció del barrio por una buena cantidad de años. La historia quedo siempre allí, a la pregunta sobre él, – ¿Oe como era el cojo, verdad que….? Antes de terminar la frase llegaba la inmisericorde respuesta de siempre

– ese cojo era un conchasumadre -. Cojín nunca permitió que lo compadecieran ni que lo miren con lástima por arrastrar muletas, tampoco consiguió mayores simpatías, solo quería ser como cualquier otro.


La Nena

¿Mami, porque no tocas la puerta?

Estela se quedó de una pieza, impresionada sorprendida ante el espectáculo que sus ojos veían. Nunca en su vida imaginó ver a su pequeña, a su nena y engreída hija, en aquella escena que solo se ven en las películas, en la televisión, en esos melodramas hechos por algún guionista pervertido. Como de costumbre salió esa mañana a trabajar como ejecutiva en un centro comercial. Aquel día la empresa había programado la refacción de las oficinas y los trabajadores llegarían poco más de la una de la tarde, razón por la cual le dijeron que podía retirarse a esa hora. Tomó de muy buena gana la noticia y pensaba en aprovechar el día con su hija, como almorzar juntas, pero no en casa sino en el restaurante que ella eligiera.

Subió a su auto y partió rumbo al hogar. El verano ya asomaba después de una primavera lluviosa muy propia de Nueva York, el sol se mostraba inclemente con sus rayos, encendiéndolo todo, calles, parques, avenidas, voluntades y sentimientos. Iba dejando una larguísima estela verde de árboles y vegetación donde las casas estaban a muchos metros de distancia entre ellas. El auto devoraba rápidamente la enorme autopista que la llevaría a otra ciudad tan diferente a la que dejaba. Así tomó la salida hacia la derecha y subiendo ya podía observar el barrio donde vivía, lleno de edificios, semáforos, calles llenas de transeúntes que obligaban a disminuir la velocidad.

A los pocos minutos llegó a casa y parqueó en el lugar de siempre. Afuera el calor seguía siendo insoportable, se quedó en el auto recordando cómo había pasado el tiempo para aquella chica que laboraba con mucha dedicación en una agencia de viajes y ahora estaba muy lejos de su país viviendo otra realidad. Atrás quedaron los viajes de trabajo y placer a los diferentes lugares, los traslados al aeropuerto, a los hoteles, los circuitos turísticos, esa etapa que an ella le seguía pareciendo maravillosa. Habían transcurrido quince años desde su arribo a este país y cinco desde que se separó de su siempre complicado y controvertido marido. Fugaces fueron algunos amoríos después de su divorcio, pero la vida le había dado un punto y coma bastante prolongado en el amor, extrañaba una caricia masculina sobre sus manos, un hombro solidario y fraterno en la que dejase recaer su cabeza, descansar y compartir preocupaciones, deseos si, esos deseos. Criada en una familia muy conservadora se avergonzaba de sentir lo que su cuerpo le estaba insinuando. Stop, stop - repitió – Estela, ya está bueno – se dijo. Bajó del auto y camino apuradamente hacia la puerta. Después de introducir la llave, esta no lograba abrirse – otra vez esta cosa que no funciona – dijo- volvió a intentar pero nada – siempre digo que voy a pedirle a la dueña que me arregle esta bendita puerta y se me pasa, ay Dios – Después de varios intentos por fin cedió e ingresó apuradamente, tiró la cartera sobre el sofá de la sala y se encaminó hacia la cocina, se sirvió un jugo de naranja que le pareció incomparablemente delicioso. Se extrañó que su hija no saliera a recibirla, a pesar que había hecho suficiente ruido, supuestamente ya debería estar en la casa.

La hora que marcaba el microondas decía dos de la tarde. Cuando estaba acercándose a su cuarto escuchó un leve gemido y se detuvo, ¿Hay alguien en mi cuarto? Se preguntó. Nuevamente se dejó escuchar otro más, eran quejidos muy leves, no quiso pensar eso que se le vino inmediatamente a la cabeza y abrió la puerta. Su cama lucía un celeste claro, el color de sus sabanas, el cubrecama descansaba en el suelo. La foto colgada en su cuarto que graficaba el inolvidable viaje a Rio de Janeiro con sus amigas, era también mudo testigo de lo que sucedía en la habitación. La radio encendida, se escuchaba casi musitando a Franco de Vita cantar "..Y te dado todo lo que tengo, hasta quedar en deuda conmigo mismo… y todavía preguntas si te quiero…”

Estaba a punto de decir algo, cuando su hija le repitió nuevamente ¿Mami, acaso no sabes tocar la puerta? Su pequeña, que en realidad ya no lo era sino más bien una hermosa joven de dieciocho años, había estado sentada en los muslos del muchacho, pero, ante la imprevista aparición de su madre, se acomodó automáticamente al borde de la cama, quieta y desnuda. Ante este movimiento instintivo, dejó al joven descubierto y con el arma en ristre, quien inmediatamente cogió una almohada para cubrir lo más notorio que su cuerpo mostraba. Había transcurrido unos segundos desde que ingresó a la habitación y su cabeza era un remolino de sentimientos, le provocó ir encima de ellos y desfogar su ira, su frustración. Dentro de ese desconcierto que la abrumaba sintió cierta tranquilidad al haber visto que el joven tenía puesto un preservativo de color verde limón. ¿Mami, puedes salir y dejarnos solos por favor? Estela no respondió y mirando fijamente al muchacho le dijo – quiero a tus padres mañana mismo aquí en mi casa, o de lo contrario yo voy a la tuya.

No pudo ignorar lo que su hija le pidió, ¿Qué salga de mi propia habitación, que se habrá creído? dijo. La frase le había llegado al corazón, atravesándoselo. Buscó la mirada de su hija, pero ella solo miraba a su acompañante. Sintió que ya no tenía nada que hacer allí, había que salir inmediatamente. – Eres menor de edad, no te olvides, tus padres mañana – le volvió decir y salió finalmente de la habitación, de su habitación. Caminando muy lentamente llegó hasta su jardín interior y se sentó en uno de los sillones. Los ojos se le inundaron de lágrimas y con mucha rabia aceptó que ya no podía evitarlo. Se dio cuenta que ella estaba esperando que su hija fuera exactamente igual que ella, que llegó virgen al matrimonio. Las comparaciones estaban por demás, su hija estaba en un país desarrollado no solo económicamente, sino con un sistema de vida que ella no podía controlar. Libertad sexual, y vaya que las chicas se lo tomaban muy en serio. Recordaba que a los veinte años en una fiesta familiar mientras bailaba el tema “Sexo” un rock noventero del grupo chileno “Los Prisioneros” su madre la sorprendió, y le dio tremenda golpiza. – ¿Para qué me cuidaste tanto mami, de que sirvió esa moral barata y cucufata que seguramente me limitó tanta diversión? seguía hablando consigo misma – el único error de mi hija ha sido hacer el amor en mi cama ¿Por qué demonios no lo hizo en su cuarto? Y yo pensando que mi princesa no pasaba de besos y abrazos. Hizo esfuerzos por pensar y razonar como una madre moderna que no puede escandalizarse con estas cosas que suelen ocurrir en las mejores familias. Se arrepentía de no haberle preguntado por su primera vez, de no haber estado a la par con la modernidad, por sentir “vergüenza” de tocar esos “temas” Luego sin poder evitarlo recordó la imagen del jovenzuelo desnudo y le pareció una belleza aquella irreverente erección, el preservativo verde lo imaginó fosforescente, como las espadas de las guerras de las galaxias. Luego se sintió abochornada, nuevamente incomoda – que tonterías se me vienen a la cabeza – dijo. Cerró los ojos para ver si el sueño podría apaciguar sus calores, pero, una coqueta sonrisa apareció en sus labios. 

Mi propio sendero

Antonio “El Ché”

 “ No ché no bebo, no puedo, te acompaño con un jugo de naranja nomás, mirá ché como te estaba diciendo, al principio tenés que luchar con...