Por: Jorge Cuba-Luque
Maese Aubert era un hombre honesto y agradecido que, desde su llegada al reino de
Francia, supo que Nuestro Señor lo había guiado hasta esas tierras, Viliars o tal vez
Villares o acaso Villierse, a menos de una legua de la gran ciudad de París. Venía de
Aachen, como llamaba a su ciudad natal: se trataba pues de un germano, por lo
que su forma de hablar era motivo de burlas amistosas de los vecinos del villorrio,
quienes trocaron su nombre de «Aubert» por el de “Obert” pues así les parecía que
lo pronunciaba. Cada fin de semana iba a París, a llevarle vituallas al prior de la abadía
de Saint-Martin des Champs, que, por gracia del buen rey Henri, era la propietaria de
aquellas tierras y se las había encomendado para laborarlas. Con Théobald, el rengo
mozo que lo acompañaba y ayudaba, caminaban luego hacia la Île de la Cité, y, tras
cruzar el Sena por el ancho y viejo puente de piedra, flanqueado de bulliciosos
tenderetes de madera, llegaban al imponente portal de la catedral de Notre Dame,
ingresaban y se entregaban a la oración en la penumbra, amparados por la luz solar
que el hermosísimo rosetón convertía en tenues rayos de colores de belleza sin par.
Al salir, avanzaban hasta el hospital de menesterosos, el Hôtel-Dieu, y distribuían algo
de panllevar. Después, se dirigían hasta el mercado alrededor de la Fuente de los
Inocentes, para darse un baño de ruido, desorden y malos olores, tan raros en Viliars
o tal vez Villares o acaso Villierse. Luego, maese Obert y su acompañante iban de
taberna en taberna, buscando a François. En una de ellas, «Le canard rouge», repleta
de mujeres alegres, borrachines y mercachifles que hablaban desgañitándose,
lograron un sitio en un mesón junto a unos comerciantes occitanos.
—¿Busca a alguien, maese Obert?— preguntó Théobald.
—Busco a mi amigo François Villon.
—¿Y por qué no lo busca en su casa?
—Tiene un cuarto en el colegio Sorbón, donde es estudiante —respondió el alemán,
mirando a su alrededor—. Pero nunca está ahí, no estudia. Deambula por el Quartier
Latin y, cuando tiene sed, viene a una de estas tabernas.
—Si no estudia…¿trabaja?
—No estudia ni trabaja.
—Y a qué se dedica, entonces.
1—Es poeta —dijo maese Obert, como pronunciando una palabra misteriosa, al
tiempo que extrajo de su chamarra un libelo, lo abrió y leyó en voz alta: Prince,
n’enquerez de sepmaine/Où elles sont, ne de cet an,/Qu’a ce refrain ne remaine :Mais
où sont les neiges d’antan ?
—Es uno de sus poemas, mi preferido.
—Suena lindo —sonrió Théobald.
Ese día lo esperaron hasta caer la noche, e igual al día siguiente.
—Ojalá que venga; quiero llevarlo al pueblo, para que se aleje un tiempo de
París…aquí en París hay mucho trago, mucho jolgorio.
—Pero en nuestro pueblo también hay borrachos, maese Obert.
—Cierto, Théobald, pero son borrachos que leen poesía, y no pocos la escriben…la
nuestra es una villa tocada por las musas.
Ni aquel día ni los siguientes François Villon se apareció por las tabernas de París ni
de ninguna parte pues había muerto. Cuando lo supo, maese Obert tuvo claro que iba
a honrar su memoria y, con ella, la poesía y los poetas. Construyó un enorme
albergue para vagabundos a los que impuso como única obligación la de escuchar
leer poesía, y a aquellos que fueran letrados, escribir algún verso de su propia
cosecha.
Tras la muerte del germano mecenas, Théobald prosiguió con ese quehacer
tan social como poético y, cuando a su vez él también murió, el albergue continuó
bajo una suerte de autogestión espontánea. A mediados del siglo XVI se aparecieron
por Viliars o tal vez Villares o acaso Vllierse los reconocidos vates Joachim du Bellay,
Pierre de Ronsard y los otros muchachos de la Pléyade, tal como ya en siglo XIX lo
harían los entonces inseparables Paul Verlaine y Arthur Rimbaud. Entre tanto, con la
Revolución Francesa y el consiguiente ordenamiento administrativo para terminar
con el ancien régime de una buena vez, el villorrio de Villiars o tal vez Villares o acaso
Villierse, fue bautizado Obervilliers como municipio en el registro nacional de
comunas: un ciudadano-funcionario, de pocas pulgas y especialista en fonología,
llevando un sombrero adornado con una enorme escarapela azul-blanca-roja, lo
inscribió, en nombre de la recién nacida república, bajo la denominación de
Aubervilliers pues el fonema «o» se representa con la grafía «au».
Dada la cercanía de Aubervilliers con París, podía parecer que uno se encontraba en
la misma ciudad pues a comienzos del siglo XX había una estación del metro y lo
servían varias líneas de la red de autobuses capitalina. Un alto porcentaje de los
habitantes de la comuna venían de la clase trabajadora, y, en las décadas recientes,
inmigrantes; la mayoría de las autoridades edilicias electas eran lo que los politólogos
simplistas llaman «de izquierda», las que hicieron construir numerosos módulos de
viviendas de alquiler subvencionado.
Me encontraba buscando un abrelatas en el desbarajuste habitual de mi buhardilla,
entre libros de politología, cajitas de condones y sobres de cartas sin abrir, en el
último piso de un anodino edificio del distrito 18.°, cuando sonó el teléfono. Era casi
mediodía y hacía horas que no probaba bocado; buscaba el abrelatas para abrir,
como es de suponer, una lata, una de spaghetti a la boloñesa. Era por entonces un
estudiante pobre, mi único lujo era la enorme ventana que daba a Sacré Coeur; hace
ya tiempo que no soy estudiante pero sigo siendo pobre: uno nunca cambia
totalmente. El teléfono siguió timbrando, detuve mi búsqueda y descolgué. Era el
charapa Tolentino.
—Chochera, deja lo que estés haciendo, ven al toque a Mabillon y almorzamos juntos
—escuché su voz entusiasta, cantarina, apremiante—. Además, quiero presentarte a
uno de los poetas de Aubervilliers.
El «Mabillon» del que hablaba Tolentino era uno de los restaurantes universitarios
del Quartier Latin, donde se encuentran diversas facultades de la Sorbona; el charapa
se refería al comedor de estudiantes vecino a la estación del metro llamada Mabillon,
en la calle del mismo nombre que, como bien se sabe, rinde homenaje al monje e
historiador Jean Mabillon, avecindado en las inmediaciones allá por el siglo XVII.
Pero, ¿los poetas de Aubervilliers? Nunca fui lector de poesía, salvo la que en la
escuelita primaria leía por el Día de la Madre; no había visto ni oído personalmente a
un poeta ni en pelea de perros, y, en cuanto a Aubervilliers, solo sabía que era un
municipio aledaño a París.
—Llego en veinte minutos —respondí obediente, sabiendo que no iba a encontrar el
abrelatas.
Me lavé la cara, bajé a la calle y me introduje en el metro. Era la estación Marcadet-
Poissonniers de la línea 4, cuyo acceso estaba a un paso de la puerta de mi edificio; ni
antes ni después viví tan cerca de una boca de metro, soy de esos románticos que no
olvidan los detalles. En el vagón vi sobre la puerta el plano de la línea, y noté que
desde Marcadet-Poissonniers se podía ir también a Aubervilliers, con la línea 12, que
interceptaba la 4: el destino empezaba a unirme a Aubervilliers. Para llegar a
Mabillon tenía que pasar por trece paradas, sin cambios, y salir en la estación Danton,
sí, el de la frasecita sobre la audacia, más audacia, siempre audacia; de ahí a paso
ligero por el bulevar Saint Germain hasta Mabillon.
—Chochera, qué puntual eres —me saludó Tolentino, sonriendo, apostado junto a la
entrada del restaurante—. Pareces suizo.
—Un suizo hambriento, quizá —le respondí, apremiándolo a ingresar al restaurante.
—Aguarda, chochera, tenemos que esperar a Julio Heredia.
Lo miré como preguntándo «¿quién es Julio Heredia, el cocinero de Mabillón?».
—Es uno de los poetas de Aubervilliers —dijo con una voz que me pareció
admirativa—. Una persona muy culta, te vas a llevar bien con él.
No sé de dónde sacó que tendría que llevarme bien con el tal Jullio Heredia solo
porque era una persona muy culta. Lo esperamos, pues, mientras veíamos ingresar
jóvenes solos o en grupo, con aire despreocupado, bajo un tibio sol primaveral.
Tolentino, como todos los charapas, me hablaba de la Amazonía peruana como de
una sucursal del paraíso aunque sin dejar de mirar a las muchachas que, tras el largo
invierno, vestían trajes ligeros, sugerentes…yo también las miraba.
Eran ya casi la una, «la hora punta» por lo que, cada vez más numerosos, se dejaban
ver estudiantes en pos de su pitanza: de medicina, de literatura, de derecho, de
filosofía, de economía, parecían llevar inscrita en el rostro el nombre de la carrera
que estudiaban. Julio Heredia no llegaba; empezaba a temer lo peor…y lo peor no
tardó en ocurrir pues un par de agentes del restaurante se apostó con tremendas
llaves delante de las rejas plegadas de local. De pronto, desde la vereda de enfrente,
un fulano con pinta de peruano se acercó a nosotros, o mejor dicho, a Tolentino,
saludándolo familiarmente; por «pinta de peruano» quiero decir un tipo vestido sin
ninguna gracia, bonachón, de esos que aparentan no tener oficio ni beneficio, casi
como yo. «Ah, el famoso Julio Heredia», pensé.
—¡Homero de mi alma! ¿Y Julio? —preguntó Tolentino abrazando efusivamente al
recién llegado.
—Julito nos está esperando junto a la Fuente de los Inocentes, en «El canard rouge»…
—Ah, en el bar cervecero.
—Exacto, mi charapita; el hombre estaba por venir a verte cuando recibió de pronto
una llamada urgente, de un antiguo amor —dijo el tal Homero, mirándome con
curiosidad—. Me pidió que viniera en su lugar, y que te llevara al «Canard rouge».
—Vamos, pues. Ah, te presento aquí a un peruano serio, estudia ciencias políticas en
la Sorbona —me señaló de pronto Tolentino, dándole mi nombre.
—Encantado, Magoo —me dio un apretón de manos Homero, al tiempo que nos
encaminamos hacia la Fuente de los Inocentes.
Magoo no es mi apellido, sino el de un personaje de dibujos animados, Mister
Magoo: un millonario filántropo y excéntrico, gracioso y torpe, calvo y miope. Yo no
era ni millonario ni filántropo ni excéntrico ni gracioso ni torpe, pero sí
prematuramente calvo y, sobre todo, miope, por lo que llevaba anteojos de espesos
cristales.
—¿Homero, cuánto tiempo en París? —pregunté por preguntar algo, me importaba
un pepino que tuviera mucho o poco tiempo en Francia; no solo tenía hambre, ahora
también sed.
Por suerte caminábamos rápido, ya estábamos frente a Notre Dame. Homero se
detuvo en seco, Tolentino y yo casi caímos de bruces.
—Magoo…estoy en París desde los tiempos de Lutetia, de Lutetia Parisorum…
Que me llamara Magoo no me molestaba, incluso hasta me parecía divertido, pero
que me saliera con baboserías supuestamente ingeniosas que no venían a cuento,
como referirse a París con el nombre que le chantaron los romanos dos mil años atrás
me pareció insoportable en mi calidad de hambriento y de sediento. Solo di una
sonrisita como respuesta y seguimos caminando.
—¡La Fuente de los Inocentes! —exclamó Tolentino cuando por fin estuvimos frente
al monumento—. Dime, Magoo, ¿por qué llaman «de los Inocentes» a esta fuente?,
no le veo nada de inocencia.
Aunque nunca antes me había llamado «Magoo», no le presté atención, más bien
grité aliviado al ver el nombre del bar de la esquina, en cuyo frontis un cartel
mostraba la imagen de un pato rojo.
—¡El «Canard rouge»!
—Aquí los dejo, muchachos, me voy a trabajar —dijo de pronto Tolentino, haciendo
el ademán de despedirse.
Sabía que el charapa trabajaba en un supermercado, cargando y descargando
mercaderías, pero no sabía en qué barrio.
—¿Trabajas por aquí? —pregunté.
—No, Magoo, mi chamba está en Saint Germain, a una cuadra de Mabillon, los
acompañé hasta aquí porque me gusta caminar; saludos para Julio.
Evidentemente, al charapa le gustaba caminar, y, por lo visto, también había decidido
llamarme Magoo. Homero y yo entramos al «Canard rouge» y nos instalamos en una
mesa libre: Julio Heredia brillaba por su ausencia. Pedí al camarero dos platos de
salchicha con papas fritas y dos vasos enormes de cerveza.
—Gracias, Magoo —dijo Homero, cuando tuvimos el pedido en la mesa, alzando su
vaso a modo de brindis, sonriendo francamente.
—¡Salud! —contesté, sintiendo no sé por qué que ya éramos amigos.
Hablamos sin entusiasmo un par de cosas sobre el Perú, por entonces gobernado por
el Chino; luego, de qué parte del país veníamos.
—¡Ah, de Chorrillos! —exclamó—. ¿No extrañas el mar, Magoo?
—Mmm, aquí tengo el Sena.
—Me haces pensar en François Villon: estudiaba en la Sorbona, le gustaba pasear por
aquí, venir a tomarse unas chelas tras deambular junto al Sena.
—François Villon —repetí, mirándolo con ojos de ignorante.
—¿Mais où sont les neiges d’antan? —dijo él, en francés.
—No sé —respondí sin la menor idea de dónde podían estar las nieves de antaño.
Nuestros vasos estaban vacíos, le hizo entonces una seña al camarero, con dos dedos
de la mano, seña que podría ser tanto el saludo hippie como la «V» de la Victoria de
Churchill, pero que para un peruano son «dos cervezas»…para un peruano o para un
barman francés que frecuenta peruanos.
Homero dio un sorbo a su cerveza, extrajo un librito de su chamarra, lo abrió y leyó:
—«Dites-moi, où et en quel pays/Est Flora, la belle romaine/Alcibiade et Thaïs/Qui fut
sa cousine germaine?/Écho, qui parle quand on fait du bruit/Au-dessus d'une rivière
ou d'un étang/Et eut une beauté surhumaine?/Mais où sont les neiges
d'antan?»...François Villon, Magoo.
—Suena lindo —atiné a decir, recibiendo el libro que Homero ponía en mis manos. La
edición reproducía el título, Le testament, con la tipografía medieval, además de un
dibujo que representaba la imagen del poeta—. Esta noche lo leo, en un par de días
te lo devuelvo.
Continuamos bebiendo, nos dejamos nuestros respectivos números de teléfono, la
tarde avanzaba y Julio Heredia no aparecía. Estábamos por despedirnos cuando en la
entrada se escuchó un barullo, voces altisonantes hablando un español pautado de
peruanismos.
—¡Pepe, Alejandro! —los llamó Homero.
Los recién llegados no tuvieron que hacer ningún pedido al camarero pues este,
saludándolos, les trajo dos cervezas en cuanto se instalaron, «Merci, Charles», le
agradecieron. Yo parecía haberme vuelto invisible, Homero y los otros dos se
enfrascaron en una cháchara en la que a veces salía la palabra «Aubervilliers».
—Ah, muchachos, les presento a Magoo —dijo Homero, poniéndose de pie,
yéndose—. Julio Heredia está por llegar, yo regreso a Aubervilliers, tengo cita en la
municipalidad. (continua….)
